"El problema soy yo", por Carlos Galdós. (Ilustración: José Carlos Chihuán Trevejo)
"El problema soy yo", por Carlos Galdós. (Ilustración: José Carlos Chihuán Trevejo)
Carlos Galdós

A mí siempre me han parecido unos imbéciles los esposos de las amigas de mi esposa. Me pasa eso desde siempre, desde mi primer matrimonio, desde la primera reunión con la mejor amiga del colegio de mi ex esposa. Me pasa porque yo no sé cómo manejarme con la gente, porque tengo problemas de sociabilización, porque no sé cómo hacer para iniciar una conversación y menos aún para sostenerla. No soy hincha de la ‘U’ ni de Alianza Lima. Hasta hace poco yo juraba que Ronaldo era muy católico y por eso le decían Cristiano. Los esposos exitosos de las amigas de mi ex esposa y mi hoy esposa me apabullan. No tengo afición por los ‘fierros’, estoy podrido de la política, no juego al póker, no tengo serie favorita de Netflix ni comento en Facebook el último capítulo de Game of Thrones. No sé nada de vinos, odio las parrilladas playeras y esos pelotudos campeonatos interplayas para saber quién hace la mejor paella. Si me hablan de tenis, yo me quedé en la época de los hermanos Arraya. Cuando me preguntan por mi restaurante favorito, yo siempre digo el Tip Top, con su Tiptorela y chicha bien helada. Mucho menos aún hago alarde de tener el último chisme político que me acaba de contar un amigo de mi amigo que es muy influyente.

Mi primera esposa me presentaba puro empresario aburrido y me decía que era de mal gusto irnos a comer a un restaurante y pedir tallarines a lo Alfredo. Y ahora mi segunda esposa me presenta puros publicistas exitosos que han ganado no sé cuántos leones en no sé dónde mierda y sigo yendo a los mismos restaurantes pitucos donde nunca hay tallarines a lo Alfredo. Y repito para que quede bien claro: el problema no son ellos, el problema soy yo.

El sábado pasado una pareja de amigos de Carla, ambos exitosísimos, ella publicista y él abogado, nos invitaron a comer. Esta vez ya no podíamos decir que no después de todas las invitaciones a su casa de playa en el verano, a su casa de invierno en Los Cóndores, a la cena de gala pro fondos una entidad benéfica y –la última de todas las invitaciones– a su palco en el Monumental para ver a Carlos Vives y Marc Anthony. Después de decirles tantas veces no porque Carlos tiene show, no porque Carlos está mal del estómago, no porque Carlos está depre, no porque Carlos se enfría con el cambio de clima, no porque Carlos se está quedando sordo, ya era imposible negarse una vez más. Así que allá vamos, a cenar a uno de esos restaurantes fichos de Lima, dispuestos a que ocurra lo de siempre: yo inventarme un dolor a mitad de comida y así cortar la noche y salir disparados a casita. Total, Carla siempre advierte que yo soy un poquito especial.

Al día siguiente, a las ocho de la mañana, Carla recibe una llamada de su amiga, quien ante todo le pide que por favor no vaya a decir nada, que era una situación muy incómoda y que si se lo estaba contando, era porque sentía que era su obligación como amiga. “Anoche, cuando llegamos a la casa, revisé el celular de Mario y le encontré fotos de chicas de la farándula calatas y me dijo que Carlos se las había pasado por WhatsApp en el momento en que se fue al baño”. “No te preocupes, Claudia, yo voy a hablar con él, ya me imagino la incomodidad de Mario, que es tan correcto”. Para hacerla corta: la noche del sábado mi celular estuvo todo el tiempo en la cartera de Carla porque yo detesto tener el celular en la mesa. El último mensaje de WhatsApp que envié fue el viernes en la noche a mi esposa para avisarle que ya estaba saliendo del canal. Más bien justo me acordé de que hace tiempo Marito me envió un mensajito contándome que su esposa estaba de viaje y si yo le podía facilitar unos numeritos de unas chicas traviesas de la televisión, mensaje que nunca respondí porque no pierdo mi tiempo en ese tipo de estupideces.

Ya te he dicho, mi amor, los esposos de tus amigas son unos imbéciles. 

Esta columna fue publicada el 30 de setiembre del 2017 en la revista Somos.

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