Un tuit con dos emoticones, una carita sonriente y un corazón rojo, sepultaron la brillante carrera de la mujer más divertida de los Estados Unidos: “En este mismo instante todos necesitamos un poco de amabilidad. ¡Ya sabes, como siempre habla Ellen DeGeneres! Notoriamente también es una de las personas más crueles del mundo. Contesta el hilo con las historias más locas que hayas escuchado sobre la crueldad de Ellen y por cada respuesta donaré 2 dólares para el Banco de Alimentos de Los Ángeles”. Ese fue el tuit del 20 de marzo del año pasado. Corto, simple y contundente. Después de 12,3 millones de veces compartido y 69,8 millones de me gusta, un icono cayó en desgracia.
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Lo hizo Kevin T. Porter, comediante devenido en mémesis de DeGeneres, la otrora venerada estrella que se había pasado los últimos 18 años cultivando una imagen basada en el mantra ‘sé amable’. Así, viejos amigos, exaliados y trabajadores del segundo talk show más visto de la televisión norteamericana empezaron a desfilar para decir que todo fue una farsa. De pronto, parecía que todos tenían una historia desagradable que contar. Las reacciones –rápidas, feroces, en cadena– fueron de tal magnitud que el periodismo de alto perfil terminó confirmando esos rumores. ¿Qué había pasado con semejante estrella? ¿Cómo ese programa tan divertido devino en tóxico? ¿Por qué se le escapó de las manos?
Fuera de control
“Me dijeron que mientras trabajara para DeGeneres nunca la mirara a los ojos”, dijo una empleada. “A mí quiso despedirme por tener el esmalte de uñas gastado mientras le servía la comida”, dijo otra. “Todos los días [DeGeneres] elige a alguien diferente a quién odiar de verdad”, afirmó otra. Algunos empleados dijeron que cuando empezó la pandemia los productores los dejaron ‘secos’ sin decirles nada sobre sus horas de trabajo, pagos y menos sobre su salud física y mental. Luego sufrieron importantes reducciones salariales y su frustración aumentó cuando escucharon que el programa había contratado a una empresa no sindicalizada para que se transmita desde la mansión de la conductora.
Sería en una de esas emisiones cuando DeGeneres afirmaría que su confinamiento era “como estar en la cárcel”. Lo decía desde una finca de mil metros cuadrados ubicada entre Beverly Hills y Sunset Boulevard orlada de vestíbulos, salas de estar, biblioteca, gimnasio, cocina, bares húmedos, sala de cine, cinco dormitorios, nueve baños, piscina ovalada, cancha de tenis y casita para huéspedes. Lógicamente, fue ametrallada en las redes. Con el añadido de que, cuando ocurrió lo de Black Lives Matter, tuiteó: “Para que las cosas cambien, las cosas tienen que cambiar”. Y como eliminó el tuit, le fue peor.
Mientras tanto, Variety, EW y BuzzFeed News publicaban sendos informes acerca de lo tóxico que era su ambiente de trabajo lleno de racismo, intimidación y miedo. Una empleada negra describió microagresiones por su color, otros dijeron que fueron despedidos después de tomar licencias médicas o después de haber pedido permiso para asistir a funerales. Y cuando la productora WarnerMedia empezó formalmente la investigación interna, entraron a la mira los productores ejecutivos Glavin, Connelly y Lassner mientras DeGeneres pedía disculpas, admitía que todo había escapado de su control y aseguraba que no volvería a suceder.
Inmediatamente después, BuzzFeed publicó el relato de 36 ex empleados no identificados que alegaban acoso, conducta sexual inapropiada y agresión por parte del escritor y productor ejecutivo Kevin Leman, el productor ejecutivo Ed Glavin y el coproductor ejecutivo Jonathan Norman. DeGeneres se disculpó por segunda vez, despidió a estos dos últimos, anunció nuevos beneficios, como tiempo libre remunerado y una generosa política de licencias médicas. Paralelamente, su esposa Portia de Rossi iniciaba una cruzada de rescate a la que se sumaron celebridades tipo Kevin Hart, Scooter Braun, Katy Perry, Ashton Kutcher, Jerry O’Connell, Diane Keaton y Alec Baldwin.
Mito del éter
Pero la línea de flotación del talk show ya tenía demasiadas grietas. Tantas que los dos millones y medio de personas que la veían todos los días decrecieron a uno. Vulnerada su credibilidad como reina de la amabilidad por excelencia, hasta su icónica imagen de lideresa de la comunidad LGTBI se fue en picada cuando apareció departiendo amablemente con George Bush, considerado un obstáculo en la defensa de esos derechos y señalado por cometer crímenes de guerra. Entonces su reputación también declinó, junto con todo lo que había conseguido desde que salió del clóset en 1997 haciendo temblar los cimientos de la cadena ABC. Ganó esa guerra apareciendo en la portada de Time con un “Sí, soy gay” de impacto global.
Pero ni sus 171 nominaciones y 61 estatuillas Emmy o los 330 millones de dólares que inflan su billetera impidieron lo que tenía previsto hacer hace dos años: “Cuando eres una persona creativa necesitas que te desafíen constantemente, y por muy bueno que sea este programa y tan divertido como es, ya no es un desafío para mí”, le dijo el martes a The Hollywood Reporter. Nacida hace 63 años en Luisiana, la soberana del sitcom que en 1997 le dijo al mundo que era ‘gay’ y no ‘lesbiana’ porque esto último “me suena a algún tipo de enfermedad”, deja una estela imborrable en el éter. Pero sus fans se consuelan pensando que un mito de esas dimensiones, que también se contagió de covid, solo está tomando un segundo aire.
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