“Una novela mía de éxito llega a 2 mil millones de personas en todos los países. Sin embargo hay muchos escritores, y sobre todo ejecutivos modernos, que piensan que eso es antiguo, que hay que buscar cosas nuevas y se han ido a otros recursos: la violencia, el espectáculo, las drogas, al sexo. Están equivocados. Y la prueba es que te dicen: esta novela trata de drogas y está en primer lugar. Y yo les pregunto con qué rating: 18 puntos. Y yo les digo: Mira, cuando yo tenía 35 puntos estaba preocupada”. Delia Fiallo le dijo esto hace cuatro años a un diario venezolano y probablemente termine siendo el mejor autorretrato que se tomó.
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En efecto, Fiallo (La Habana, 1924) era capaz de llegar con sus historias a miles de millones de seres humanos, de clavarlos durante largas temporadas frente a un televisor y de alcanzar picos verdaderamente astronómicos, tanto en audiencia como en regalías. Teniendo a Venevisión como epicentro, la factoría Fiallo —compuesta nada más que por una máquina de escribir mecánica que luego sería eléctrica— fue la gran culpable de que ese canal haya funcionado como el exprimidor de la pulsión primaria de millones de latinoamericanos altamente sensibles al melodrama rosa, tan estereotipado que terminó canónico. Hasta que en 2018 el chavismo terminaría por fracturar también aquella industria, que ya llevaba 60 años enjugando lágrimas.
Tal vez por eso la señora Fiallo se sentía seriamente enemistada con ese tipo de regímenes. En realidad, ella misma había salido huyendo de su isla natal en 1966, junto a su esposo y sus cuatros hijos. Tenía un doctorado en filosofía y letras, era guionista de radionovelas y, cuando se cansó de escribir mensajes subliminales contra el régimen, huyó de su país en 1966 hacia un exilio en Miami donde, gracias a su compatriota Enrique Cuscó, contactó con los dueños de Venevisión, que terminaría transmitiendo su primera telenovela: Lucecita (1967). Lo que vino fue una extraordinaria producción serial que la terminaría consagrando como “Madre de la telenovela latinoamericana”, cosa que le encantaba.
“Mi labor siempre fue muy solitaria y la profesión la hizo todavía más. Vivía encerrada entre cuatro paredes únicamente con los personajes ficticios de mis obras. Y cuando me casé y tuve mi familia y mis hijos, la imperiosidad del capítulo diario me obligaba a vivir por el día. Por la noche esperaba a que todo el mundo se acostara a dormir y me encerraba en mi estudio a escribir hasta que amanecía. La telenovela es un género muy específico. No se aprende, no tiene una reglamentación. Es algo que nace de los sentimientos de la persona. Creo que se nace para escribir telenovelas. Y yo nací para escribirlas”, decía con esa honestidad propia de escritoras como Corín Tellado, a quien Cabrera Infante llamara ‘la inocente pornógrafa’.
Y si la española escribió ininterrumpidamente cinco mil títulos y vendió más de cuatrocientos millones de ejemplares de sus novelas, Fiallo tampoco se ruborizaba al asegurar que sus historias eran capaces de bañar con su luz catódica a 2 mil millones de personas en el planeta entero. Tal vez eso le daba la autoridad suficiente como para defender su obra de las historias insurgentes al calificarlas como ‘novelas de drogas’ o ‘novelas de sexo’. “Podrán ser realidades, pero no es una realidad común. Yo no veo una novela de drogas. Y, te confieso, reconozco que están muy bien producidas, muy bien escritas e interpretadas, pero no es mi realidad. Para mí es una realidad ajena y no me interesa. Estoy plenamente convencida de que cuando vuelva una telenovela de sentimientos, bien escrita, volvemos a los 30 y a los 40 puntos. Espero que volvamos a recuperar el género”.
¿Y en qué consistía ‘su’ género? De una pareja físicamente bella y heterosexual que pasa las de Caín antes de vencer a los villanos y, justo antes del capítulo final, encuentra la felicidad. Una fórmula infalible. Fiallo se preciaba de haber penetrado el formato con algunos asuntos rupturistas: “‘Leonela’ fue como un estudio de la violación, no solo para el culpable sino para la víctima, para la familia, para la sociedad. Era un enfoque diferente de algo que se había hecho muchas veces. También he variado mucho con los escenarios. Por ejemplo, buscaba la novela del llano, como ‘Esmeralda’; la novela del mar: ‘María del Mar’; la novela de los hospitales, como ‘Rafaela’. Eso me enriquecía mucho la historia. Eran recursos que una aprovechaba”.
Pero, en líneas generales, fue una autora que trabajó con propiedad el entramado estándar de la telenovela hasta encajarlo en el formato televisivo latinoamericano. “Cristal”, “Peregrina”, “Miedo al amor”, “La heredera”, “La Zulianita”, “Mariana de la noche”, “Lisa mi amor”, “Esmeralda” o “Kassandra”, además de las nuevas versiones escritas por ella o reelaboradas por otros, se quedan para dar cuenta del cerebro creador que les dio vida en estricto cumplimiento del único veredicto que guió sus pasos en este mundo: “el viejo romance nunca muere”.
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