Este fin de semana celebramos los noventa años de mi abuela que –si sacan sus cuentas– nació en 1925. Sé que durante su niñez, mi bisabuelo – su padre– fue notario, gozó de un estatus social acomodado, tenía chofer, usaba ropa elegante y en su casa celebraban los cumpleaños con tres días de fiesta. Vivía en el Rímac y luego fundó su hogar en Av. La Mar 1460 –fue la primera dirección que grabé en mi mente porque viví allí durante mis primeros siete años–. Su casa era mi casa y cada ambiente, una aventura.
Su clóset era un territorio inexplorado por mí, pero su tocador –que mi hermana luego replicaría– y su cómoda nunca pudieron escaparse de mi curiosidad. Me encantaba revisar sus cosas, lo que me lleva a pensar que en realidad me encanta meter la mano en todos los cajones –como lo hacía con los de mi madre–. Siempre encontraba nuevas sorpresas. Siempre hallazgos maravillosos.
Nunca le di importancia al clóset de mi abuela hasta que mi acercamiento a la moda fue creciendo cada vez más. De pronto me provocaba abrirlo de puerta en puerta y revisar su contenido. Mi abuela, algo avergonzada, me decía: «ya no tengo nada, mamita. Antes tenía pieles y joyas, ahora solo una que otra cosa de valor». Pero yo nunca le hacía caso. No estaba en búsqueda de un tesoro para heredar, solo quería encontrar aquello que representara a mi ‘Mamia’–el apodo con el que fue bautizada por su primera nieta y con el que se quedaría hasta estos días, aunque en realidad se llame Elvira–.
En mis primeras incursiones a su clóset, encontré dos vestidos envolventes que se amarraban a la altura de la cintura y que tranquilamente hubiesen podido ser de Dian von Fürstenberg. La verdad es que no solo no los usé, sino que los perdí. Recuerdo que ambos eran de prints –uno de rayas y otro de puntos– y no saben cómo me arrepiento de mi descuido. No los usé no porque no me gustaran sino porque eran vestidos que se usaban con enaguas o algún tipo de camisón por debajo pues las telas se traslucían íntegras y durante un tiempo de mi vida siempre me ganaba la prisa. Nunca pude llevarlos a la costurera.
Estoy tratando de hacer un recuento en mi memoria y acordarme de los looks que mi abuela usó o por lo menos de los más icónicos, pero lo único que recuerdo es verla vestida siempre en pantalones –al contrario de otras abuelas qué conocía– y blusas o chompas cardigan. Además, en toda ocasión llevaba accesorios encima.
Para el homenaje que le realizamos este fin de semana que pasó, se le armó un collage con todas las fotos de su vida y ahí vi la luz: mi abuela había sido siempre una mujer con estilo. De joven no se privó de vestidos que marcaban su generosa figura ni de zapatos de taco, siempre llevaba sus rulos estilo afro –lo que me hizo acordar de sus visitas semanales a la peluquería– y con esa elegancia que nadie le quita.
La última vez que abrí las puertas de su clóset fue para un programa que conducía en la televisión por cable. Estaba de moda lo vintage, así que pensé «qué mejor que ir al clóset de la abuela». Ella se prestó, me abrió las puertas de su armario y se dejó grabar por las cámaras.
De esa visita guardo y atesoro conmigo un fino reloj dorado para la muñeca que, apenas encontré entre sus accesorios, hice mío. No da la hora y no le he cambiado de pila desde entonces, pero lo uso en ocasiones especiales. Porque cuando me lo pongo me siento de algún modo como una extensión, pequeñita, del universo de mi abuela querida.