Claudia Coca: «Debemos reconocernos como somos: mestizos» - 5
Claudia Coca: «Debemos reconocernos como somos: mestizos» - 5

Rosa Chávez Yacila 

Claudia Coca. Un nombre de seis vocales, cinco consonantes y cuatro sílabas que algunas personas confunden con el seudónimo de un artista excéntrico o de un personaje animado. «¿En verdad alguien se llama así?» preguntan quienes no creen en la confluencia no premeditada de esas dos palabras. Pero Claudia Coca existe y su nombre completo es Claudia Luciana Coca Sánchez. Nació en Lima en 1970, mide un metro y cincuenta y siete centímetros, lleva el cabello corto y negro salpicado con algunas canas. Claudia Coca es artista visual desde hace casi 20 años, más del doble de la edad de Leandro, su hijo mayor, y el quíntuple de la edad de Julián, su niño más pequeño.

La vida de esta mujer, sin embargo, no se reduce en proporciones matemáticas. La obra de Claudia Coca –que comprende la pintura, la fotografía, la instalación–se distingue por abordar tres temas medulares: el mestizaje, el racismo y el género. No en vano se llamó “Mestiza” la retrospectiva que en el 2014 le dedicó el Museo de Arte Contemporáneo. Un repaso por su trabajo de los últimos 15 años: “Mejorando la raza”, “Qué tal raza”, “Peruvian Beauty”, “Plebeya”, “Globo pop” y “Mestizaje”. Las referencias: arte nacional y universal, personajes de la cultura pop, cómic. Una constante: el autorretrato. La artista se transforma entonces en Sarita Colonia o la Mujer Maravilla o Mi Bella Genio o una geisha sollozante. Claudia Coca, quien no lleva la cuenta del número de obras que ha creado y desconoce el paradero de muchas de ellas, solo se ha quedado con las más íntimas. Dos enormes pinturas que adornan su casa y en donde, frágiles e inocentes, aparecen Leandro y Julián.

Cuando habla del porqué de su trabajo, Claudia Coca es apasionada y reflexiva. Lleva dos décadas generando análisis sobre la política y la cultura. «¿Cómo podemos seguir viviendo en nuestra burbuja con todas las cosas que suceden en el Perú?» reclama. Con un entusiasmo menos solemne, pero igual de encendido admite atesorar decenas de pares de zapatos –es fan de una diseñadora peruana que incorpora flores, corazones y colores a su calzado– y ropa que disfruta vestir como si de un placer de supervivencia se tratara. «Siempre pienso en lo que me voy a poner, así sea para estar en mi casa», dice con picardía. Aquí la entrevista con una artista que se pinta a sí misma para contar la historia de los demás.

¿Cómo supiste que querías ser pintora?

Siempre dibujé de niña. Sin embargo para mí, como para muchos jóvenes de los ochenta, el arte no existía como carrera. Hasta cuarto de media yo quería estudiar Derecho. Pero en realidad no era lo que yo quería, sino lo que quería mi mamá. Durante años me había dicho que ese era su sueño y lo convirtió en el mío. Hasta que me di cuenta de que no era lo que me gustaba. Terminé el colegio y no tenía claro qué iba a hacer. Me dije, «bueno, estudiaré arquitectura. Se parece al dibujo y a mí siempre me ha gustado dibujar». Cuando me estaba preparando para postular, fui a visitar a una amiga que estudiaba diseño industrial en la Católica. La encontré desarrollando trabajos de composición, vi sus collage y todas sus cosas artísticas… Y me di cuenta de que sí se podía estudiar arte. Así elegí diseño gráfico y me presenté a la Católica, pero no ingresé y pasé un año en Bellas Artes. Eso hizo que diga «no soy diseñadora gráfica, soy artista».

¿Cómo llegaste a Bellas Artes?

Las casualidades de la vida. Había postulado a la Católica, pero no ingresé y el próximo examen era el siguiente año. Entonces mi papá me obligó a postular a Bellas Artes donde tampoco ingresé. Él me pidió que me quede allí como alumna libre, a manera de preparación para el examen del próximo año en la Católica. Me quedé renegando porque no quería, pero era una condición para llegar al otro lugar. Para mí ir a Bellas Artes, al Centro de Lima, era casi un castigo. Era otro mundo, lo conocía muy poco. Pero a la semana de estar ahí me sentí feliz, muy contenta. Descubrí un mundo totalmente distinto, con otras realidades que me chocaron mucho y me conmovieron. Me hizo tener una perspectiva muy diferente de lo que era Lima y el Perú. La mayoría de mis compañeros de clase era provinciana, venían de diferentes regiones del país. Eran experiencias de vida que yo no conocía, de las que no sabía, que me eran ajenas. Además estaba la cuestión pictórica y bohemia. Todo eso hizo que me enamorara de ese espacio y de su gente. Y allí me quedé.

Te pintas a ti misma bastante ¿por qué?

Recuerdo que en los años 95, 96 o 97, en las muestras colectivas tanto de Bellas Artes como de la Católica, el autorretrato era bastante común. Es más, había muestras solo de autorretratos. Yo comencé a autorretratarme por una invitación, nunca lo había hecho antes. Así me di cuenta de que me sentía cómoda con el autorretrato y empecé a generar todo un discurso a partir de mí. Pero no de mí como “Claudia”, no, sino como un reflejo de la sociedad. Yo me inicié en el autorretrato, tal vez, desde un lado más lúdico y también apolítico. Con la intención de no ser política ni social. Pero hacia finales de los noventa, me di cuenta de que sí soy un ser social y de que estoy insertada en una ciudad, en un país. Me di cuenta de que el autorretrato es un vehículo eficaz de comunicación porque el público, el espectador, es más sencillo de enganchar cuando alguien le cuenta algo propio, “las historias de la vida real”. Hay un flujo de comunicación intenso, hasta inmediato. Así comencé a abordar durante muchos años el autorretrato.

¿No hay algo de vanidad al autorretratarse?

Eso es lo que se piensa cuando alguien se autorretrata, que es una cuestión narcisista. Pero creo que así escribas poesía o te vistas de cierta forma no dejas de ser narcisista. El autorretrato no necesariamente es narcisista o ególatra. Yo no soy más o menos ególatra que el resto por hacer autorretratos. El autorretratarme tiene que ver más con reforzar mi autoestima y la autoestima del resto. Me importa saber qué puedo hacer con ese autorretrato, cómo a través de lo que digo puedo lograr que el espectador crezca, que se pueda reconocer de muchas formas: como peruano, como mestizo, como indio, como blanco y logre reforzar su autoestima a niveles étnicos, sociales. Mi trabajo apuesta por la autoestima social, más que por la autoestima personal. Yo me quiero y si la gente ve que yo me quiero, también se podrá querer.

¿Cómo te interesas por los temas de tu obra como el mestizaje y el racismo?

Luego de que dejé de jugar a la pintura y disfrutar de su lado lúdico y técnico, empecé a producir mis primeros trabajos políticos, críticos a la dictadura de finales de los noventa. Cuando en el 2000 me pregunté sobre qué seguiría trabajando, pensé en cuáles son los problemas estructurales del país y noté que el racismo es un problema de fondo. Todo está relacionado al racismo. Lo vemos ahora: el racismo sigue siendo un problema estructural, porque no se respeta al otro ni mínimamente.

¿Cuál es tu concepto del mestizaje?

El mestizaje como una revaloración de la autoestima. Pienso que reconocernos como mestizos o como cholos nos puede llevar a querernos. Hay estudios sociológicos y antropológicos que señalan que el mestizo peruano tiene una incapacidad de reconocerse ante el espejo como tal. «Cholo es el otro, yo no», nos miramos al espejo y decimos «ah no, yo tengo tal cosa de blanco» o revalorizamos nuestro apellido «soy mestizo pero en mi familia hay españoles». Siempre va a haber alguien más o menos cholo que uno. Siempre estamos en esa tabla de medidas. Yo soy muy crítica sobre nosotros mismos, porque el peor racismo es del cholo contra el cholo. Por ahí va mi trabajo: cómo podemos reconocernos y valorarnos como bellos, como inteligentes, como cultos, sin tener que ver al otro para sentirnos más o menos. Ese es nuestro gran problema, siempre tenemos a quién cholear o a quién mirar hacia arriba. El problema tiene que ver con la autoestima. Debemos reconocernos como somos: mestizos

¿Tú has experimentado el racismo?

No tengo un recuerdo fuerte. Lo más fuerte que me pasó fue tener un enamorado cuando era muy joven y que su mamá no me quisiera. Me trataba bien, pero siempre había algo.... Yo no entendía, le preguntaba a él «¿por qué no le gusto a tu mamá?» y este chico me decía «por cómo eres», «cómo soy?» le preguntaba yo, «¿fea?». Nunca me pudo decir que era por un tema racial. La mamá, recuerdo, era racista con otra gente y le incomodaba que yo no fuera blanca. Después de años me di cuenta por qué no le gustaba para su hijo.

Enseñas desde hace varios años ¿qué te gusta de la enseñanza?

Enseño desde mis últimos años de Bellas Artes, desde muy jovencita. Al terminar la carrera, ya tenía claro de que era más fácil sostenerse en el mercado del arte si te repetías. Si creabas tu propia marca, tu sello. Y que muchos artistas caían en eso. Y que si uno quería ser serio consigo mismo y producir lo que quiere en verdad, quizá no logres vender nada. Yo no podía mantenerme en esa incertidumbre para poder producir mi obra. Entonces un recurso fue empezar a enseñar, porque eso me permitía seguir produciendo lo que quisiera sin caer en las reglas del mercado. Así empecé a enseñar. Fue una estrategia para seguir produciendo, pero se volvió en un modo de vida muy apasionante. El amor por la enseñanza ha hecho que continúe todos estos años haciéndolo. Descubrí algo que ahora me hace muy feliz. Mis dos grandes pasiones son pintar y enseñar. ¿Cómo puedo cambiar el mundo, mi sociedad, poner un granito de arena? Desde la producción artística y desde la pedagogía.

¿Qué clase de profesora eres?

Yo empecé enseñando Dibujo, donde no podía plantear dilemas críticos. Pero luego, cuando enseñaba Fundamentos Visuales a finales de los noventa empezaron a preocuparme otros temas. A principios del 2000 ya estaba demasiado en la política –en el colectivo Sociedad Civil–. Era fuertísimo: enseñar a alumnos de diseño gráfico y diseño interior y al mismo tiempo estar en las calles. Me sentía tan preocupada por la dictadura y al mismo tiempo veía que mis alumnos estaban en la luna de Paita, no sabían que nos encontrábamos bajo un régimen dictatorial. Entonces me llegó a las manos “La fiesta del Chivo”. La leí y dije «wow, las historias se repiten». Trujillo –personaje principal de la novela–es Fujimori. Me propuse que mis alumnos también la leyeran. Así que basé los dos últimos trabajos del ciclo en “La fiesta del Chivo”. Lo bueno fue que quienes leyeron el libro se dieron cuenta de lo que estaba pasando. Así empecé a comunicar cosas contextuales, coyunturales. Mi enseñanza dio un vuelco en esos años. Me interesa que mis alumnos sean productores de conocimiento, que tengan una perspectiva crítica, que pongan en duda toda verdad que les llega a las manos, que reflexionen. Y yo siempre los cuestionaré para que se conviertan en seres pensantes, no en máquinas de pintar bonito.

Tienes dos hijos ¿cambió en algo tu labor de artista el convertirte en mamá?

Sí. Yo siempre quise ser madre. Por eso desarrollé mi carrera lo más intensamente posible, durmiendo poco, porque sabía que en el momento en el que tuviera mis hijos todo tendría que entrar en un paréntesis. Y sí, mi vida cambió muchísimo, los años después de que nació Leandro. Estaba tan enamorada de mi hijo, tan absolutamente embobada que convertirlo en el mejor ser humano posible era mi nuevo proyecto. Dejé de lado lo artístico sin ninguna molestia.  Por eso mi producción ha sido muy pequeña durante mis dos embarazos, desde que tuve a Leandro, hasta los dos primeros años de Julián. En el 2007 hice mi quinta individual, cuando Leandro tenía 9 meses. Tuve que pintar en plena lactancia. Durante muchos meses bajaba y subía de mi casa al taller –que queda en el primer piso del edificio donde vive– y dictaba muy pocas clases. Vivía entre la lactancia y la pintura y quedé sumamente exhausta. Después de terminar esa exposición no quise volver a pintar. Me dije «no voy a volver a pintar, es demasiado agotador, no puedo con las dos cosas. Es lo máximo educar a mi hijo». Y por un momento pensé que el arte ya no era tan prioritario en mi vida. Hasta que un día te despiertas y te das cuenta de que es tu vida, que es lo que te mueve. Tuve la necesidad de producir conocimiento y reflexión de nuevo. También nació esa preocupación de «qué van a recibir mis hijos, a qué sociedad los voy a insertar».

¿Les has hablado a tus niños del racismo?

Saben muy poco del racismo. A mí me parece que no es algo natural, sino cultural, aprendido. Es el reflejo de una sociedad prejuiciosa e intolerante. Entonces ¿para qué les voy a enseñar un defecto que tenemos? Todavía no. Ellos no establecen comparaciones de belleza ni diferencias según el color de la piel. No tienen la idea de quién es blanco, quién es mestizo, quién es cholo. Porque no es algo natural ¿Para qué se los voy a instalar?

¿Qué esperas que produzca tu obra?

Quiero estimular, volver a una sociedad más reflexiva, más autocrítica, con perspectiva. Eso es lo que más me interesa.

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