Informalidad peruana, por Elmer Cuba
Informalidad peruana, por Elmer Cuba
Richard Webb

El virrey Toledo la tenía clara. En el Perú, dijo, salvo el oro y la plata, todo lo demás “es nada”, según cuenta Manuel Vicente Villarán en sus “Apuntes sobre la realidad social de los indígenas del Perú”. Toledo, el virrey, sostuvo que los habitantes de esta tierra “son de naturaleza holgazanes”, por lo que era indispensable compelerlos para el trabajo. El ninguneo de hoy no es tan diferente. Cuando se entrevista a los funcionarios y a otras personas importantes en cualquier pueblo del interior, la reacción principal es un cierto fastidio con las ayudas sociales como Juntos. Persona que recibe dádivas, dicen, es una persona que deja de trabajar.

El pesimismo con relación a la capacidad de los ciudadanos de la sierra para lograr su propio desarrollo se mantuvo a lo largo del Virreinato y casi toda la República. Recién en el siglo XX se matizó el argumento, poniendo mayor énfasis en las limitaciones físicas del territorio que en las deficiencias humanas. El pesimismo se mantuvo como la nota dominante hasta fines del siglo pasado. En todo caso, la historia justificaba esa actitud, por lo menos hasta 1987, cuando cuatro distinguidos académicos describieron la economía campesina como “un sector bloqueado y sin futuro, sin grandes cambios en las últimas décadas”. Pero esa declaración experta de desesperanza parece haber actuado como un ábrete sésamo para el desarrollo. Desde 1990 se registra un extraordinario crecimiento de la agricultura en la sierra, promediando 4,1% al año, casi todo realizado por agricultores de poca educación, en pequeñas chacras y sin acceso al crédito o a la asistencia técnica, pero ni holgazanes ni dormidos.

Hoy, se escucha en las ciudades un ninguneo que hace recordar al virrey Toledo, pero que es referido más bien a los trabajadores informales. Un académico de prestigio asegura que los que no trabajan en empresas grandes o medianas no tienen futuro más allá de una mera supervivencia. Ser pequeño es ser improductivo, dice, por lo que el microempresario no puede aspirar ni a un salario mínimo. No habría fórmulas para hacer productivas esas microempresas y, además, muchas son informales que, según el académico, “no quieren avanzar”.

Sin duda la formalización de todas las empresas y todos los trabajadores sería un avance extraordinario para el país. Pero es cuestionable que esa formalización sea un requisito para la mejora en el nivel de vida de gran parte de la población. De hecho, la agricultura de la sierra es una actividad casi enteramente informal, lo que no ha impedido el desarrollo extraordinario reciente. También el informal urbano registra un avance productivo importante. Entre los años 2007 y 2015 la productividad del trabajador informal urbano se elevó en promedio 4% al año, tasa comparable con la de las empresas formales. De otro lado, a simple vista es evidente la enorme expansión –horizontal y vertical– de las viviendas en los barrios residenciales de los trabajadores informales en años recientes, expansión mayormente autofinanciada. Personalmente me resisto al pesimismo en cuanto a la posibilidad de progreso para los trabajadores de las pequeñas empresas informales. Mi argumento más poderoso es que una gran proporción de esa población son mujeres.