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El mismo día de la tragedia de los jóvenes aviadores en la zona de Atocongo, aquel 13 de enero de 1931, llegaron a Lima -solo horas más tarde- el marqués Yorisada Tokugawa, descendiente directo del último ‘Shogun’ y miembro de la Cámara de los Pares, y su noble esposa, la marquesa de Tokugawa, hija del príncipe Shimazu. Ella era, además, tía de la emperatriz Kojun, esposa del entonces emperador Hirohito.
Pero, no solo los distinguidos japoneses reales, que estaban de paso hacia el Japón, llegaron a la capital ese día; también pisó tierra peruana nada menos que el secretario general de la Liga o Sociedad de Naciones (la ONU de ese tiempo), el diplomático británico Sir Eric James Drummond, quien se hallaba en una gira por Sudamérica.
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Sin embargo, la noticia que acaparó toda la atención de los peruanos ese martes 13 de enero de 1931 fue el terrible accidente de dos miembros de la Escuela de Aviación de Las Palmas. La información del funesto accidente empezó a circular en la capital desde las 7 de la mañana. En un inicio, los trascendidos no especificaban los nombres de las víctimas ni el lugar preciso de la caída del avión.
El reportero de El Comercio debió dirigirse al propio “campo de vuelo” en Las Palmas, al sur de Lima, para recabar información fidedigna. Entonces se supo los nombres exactos de las víctimas: se trataba del capitán Guillermo Concha Iberico y del suboficial y mecánico Alfredo Sommerkamp Morote. Ambos habían partido del campo en la madrugada “para cumplir una comisión” y evitar, a la vez, “los rigores del calor”.
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En realidad, fueron dos aviones los que partieron a las 4 y 35 de la madrugada desde Las Palmas: en uno iban las mencionadas víctimas (Concha y Sommerkamp); pero en el otro volaron el capitán Ergasto Silva Guillén y su mecánico, el suboficial Alfredo Icaza.
Al parecer, la misión de los dos equipos de aviadores -ambos en sus respectivos aeroplanos- era dirigirse al sur del país, a Arequipa. Usaron unas “máquinas poderosas”, justamente con el fin de llegar rápido y en buenas condiciones a su destino final; pero, lamentablemente, las cosas no salieron como esperaban, al menos para Concha y Sommerkamp.
Pero ese 13 de enero de 1931 no fue un día adecuado para volar en los alrededores de Lima. Pese a que estaban en pleno verano, la neblina inundó la costa limeña desde las primeras horas de la madrugada, pero solo se hizo “visible” al despuntar el alba, justo cuando el avión de Concha y Sommerkamp debió regresar a Lima por un imperfecto.
Ante la poca visibilidad, la infortunada máquina chocó a eso de las 6 y 30 de la mañana, contra “un cerro en las alturas de Atocongo” (EC, 13/01/1931). La información fue entregada a través de un comunicado oficial de la Escuela de Aviación de Las Palmas.
Las “máquinas voladoras”, como se les decían entonces, cobraban así otras dos víctimas más en el país. Las pesquisas del diario decano completaron ese mismo día los detalles del accidente: el avión del capitán Concha, sin duda, tuvo fallas mecánicas ya sea en el motor o en alguna otra parte de su estructura.
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Para no proseguir con su rumbo al sur, en medio de un peligro latente, el capitán Concha decidió regresar y en ese afán fue que sucedió la tragedia. Su idea era volver y arreglar los desperfectos, pero no alcanzó su objetivo debido a la fuerte neblina y a los vientos en esos “empinados cerros”. El avión se estrelló y precipitó a un “abismo” o zona inaccesible, a un costado del cerro.
Cerca de allí, desde una garita, se informó a Lima vía telefónica del grave accidente. Testigo de la caída del avión fue un grupo de agricultores que empezaba su faena en el campo. A los pocos minutos de haberse dado la noticia, desde Las Palmas partieron dos aviones para hacer un reconocimiento en la zona del siniestro.
La inspección la encabezó el capitán Escalante, quien en su máquina dio vueltas por varios minutos alrededor de la nave destrozada; hasta que en una maniobra arriesgada para ellos mismos logró descender a tierra. Con sus colaboradores siguió a pie hasta el mismo avión o lo que quedaba de él. Allí vio los dos cadáveres, los cuerpos inertes de Concha y Sommerkamp que permanecían en sus cabinas. “El aparato aparecía incrustado en el suelo, destrozado completamente, formando con los cadáveres un hacinamiento informe”. Los cuerpos fueron retirados con mucho cuidado y respeto por el capitán Escalante y su equipo de la escuela de aviación. (EC, 13/01/1931).
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Luego, los restos fueron conducidos a Lima. En la base Las Palmas, apenas se confirmó la tragedia, se izó la bandera peruana a media asta en señal de duelo. A las 8 de la mañana se presentó en Las Palmas el ministro de Marina y Aviación, el comandante Carlos Rotalde, quien dictó algunas medidas y se retiró una hora después. Rotalde ya sabía que la escuela había determinado traer los restos de sus compañeros a través del ferrocarril del Lurín.
Unos minutos después de las 10 de la mañana, el tren de Lurín llegó a la capital. De inmediato, los restos fueron trasladados al entonces Hospital Militar de San Bartolomé. Allí los esperaban el director de la Escuela de Aviación de Las Palmas, el comandante Melgar. Compañeros, amigos, oficiales y suboficiales los esperaban también.
El capitán Concha, de 32 años, era uno de los oficiales más estimados de la escuela y uno de los más duchos en el aire. Por eso no hubo nadie que se sintiera ajeno ante su muerte. Todos sus compañeros lo reconocían como un gran conductor de aviones. Fue entre ellos que el reportero de El Comercio pudo enterarse de un hecho anecdótico: el capitán Concha tuvo un claro presentimiento de que algo ocurriría un día antes de volar.
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El lunes 12 de enero, 24 horas antes del vuelo fatídico, el capitán estaba “sumamente nervioso y apesadumbrado; presentía algo fatal que le había de ocurrir”, resumió el redactor, tras conversar con los compañeros de escuela de Concha, quien era un oficial muy comunicativo y abierto, pero en esas horas previas se le veía “retraído”.
A tal punto llegó su estado de ánimo que “cuando se despidió de su esposa, lo hizo con mayor ternura que de costumbre y llegó a decirle que iba a hacer su último vuelo, porque tal vez no volvería”. (EC, 13/01/1931). Su esposa, la señora C. Campbell, que estaba embarazada, confirmó la contrariedad previa del oficial de vuelo.
Por su parte, el mecánico Sommerkamp también dejó desolada a su familia. Su muerte convirtió en viuda a la señora J. Fontcuberta y a huérfanos de padre a “varios hijos”. Él era un especialista en radiotelefonía, y así sirvió a la aviación peruana. Como el capitán Concha, el suboficial Sommerkamp también era un profesional muy querido.
La historia previa se reconstruyó a cabalidad: en la noche previa, el lunes 12 de enero de 1931, el capitán Concha debió dirigirse al campo de vuelo, en Las Palmas. Lo hizo junto con el comandante Bellatín, quien aseguró a la prensa que el malogrado capitán no quiso comer nada y se acostó temprano, porque quería estar bien en la madrugada, cuando debían partir rumbo al sur.
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Minutos antes de levantar vuelo, Concha recibió al apoyo afectuoso de su colega, Ergasto Silva, quien iba a volar en el otro aeroplano. Los dos prepararon sus respectivas “máquinas voladoras” con aparente eficiencia. Nada parecía andar mal. Pero en el avión del capitán Concha algo no anduvo bien.
En el mortuorio del Hospital San Bartolomé, los cuerpos de Concha y Sommerkamp permanecieron hasta la noche del mismo martes 13 de enero. Luego los restos fueron conducidos a la Comandancia General de Armas, donde fueron velados toda la noche y la madrugada del miércoles 14, día en que, justamente, a las 10 de la mañana, se realizaría el sepelio. Este fue un acto que se convirtió en un evento social y popular muy sentido en toda la ciudad de Lima.
La gente que acudió esa mañana al Cementerio Presbítero Maestro repetía, entre susurros, que los dos hombres del aire, Guillermo Concha y Alfredo Sommerkamp, habían sufrido el accidente por cumplir con su deber, en “acto de servicio”. Repetían eso sin cesar. Ese era el consuelo general.
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Se realizaron misas de cuerpo presente en una sala contigua al mortuorio de la Comandancia General de Armas. Fue un acontecimiento masivo. Después, los ataúdes fueron cargados en hombros por sus amigos y colegas, en un estricto orden de rango, como se estilaba: primero los oficiales a Concha, y luego los suboficiales a Sommerkamp.
En la marcha fúnebre, fue por delante el féretro del capitán Concha, cuyas cintas eran llevadas por el ministro de Guerra, el mayor Barco; el ministro de Gobierno, el comandante Beingolea; así como los agregados militares de la legación de Argentina y España, el comandante de armas Hurtado y el coronel Garnica, respectivamente; también llevó la cinta, el director de la Escuela Militar de Chorrillos, el coronel López.
Detrás, el ataúd del mecánico Sommerkamp era conducido de las cintas por el capitán Atencio, edecán del presidente de la Junta de Gobierno (general Luis M. Sánchez Cerro), el ministro de Marina y Aviación, el comandante Rotalde; el inspector general de aviación, el coronel O`Connor; así como el director general de tiro, coronel Bernales, el jefe de Estado Mayor de Marina, el capitán de navío Goycochea; y el señor Harris de la aviación civil.
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La comitiva fue completada por suboficiales y mecánicos de la Escuela de Aviación de Las Palmas, batallones de la Marina con banderas y una ruidosa banda de músicos. Los familiares iban en carrozas especiales y una escolta de rifleros a los costados llamó la atención del público. En el acto del sepelio, ya dentro del Cementerio Presbítero Maestro, el encargado de dar el discurso necrológico fue el teniente comandante Miguel A. Llona, quien dijo:
“Capitán Guillermo Concha:
Suboficial de primera Alfredo Sommerkamp:
Designado por la superioridad, me ha tocado la tristísima misión de daros la última despedida en nombre de vuestros jefes y de vuestros compañeros.
El destino ha querido una vez más recordarnos la sublime grandeza de nuestra carrera.
Guillermo Concha era un espíritu noble, generoso, conquistador de simpatías, honor y orgullo de nuestra escuela; profesor inteligente y lleno de condiciones, desaparece brutalmente arrancado por la muerte, cuando la patria y la aviación esperaban todavía mucho de él.
Mañana al volver a nuestras labores cotidianas, nada podrá llenar el vacío de su separación, y la trágica visión de su cuerpo mutilado representará para nosotros el símbolo del que cae cumpliendo con su deber.
¡Cuánto vamos a echarlo de menos en nuestra escuela!, en esa escuela, mudo testigo de nuestros esfuerzos, de nuestras penas, de nuestras alegrías y por qué no decirlo, de nuestros sacrificios.
Alguien dijo que el peligro acerca a los hombres, nada es más cierto. Nosotros unidos constantemente por la misma inquietud, corriendo los mismos riesgos, formamos en el cuerpo de aviación un solo núcleo, que nada ni nadie, ni aun la muerte puede separar. Es por eso que ahora, solidarios más que nunca, puesto que es el dolor el que nos une, venimos todos, Guillermo Concha, como un solo hombre a decirte del dolor de tu eterna separación”.
Del suboficial de primera Sommerkamp, dijo el teniente comandante Miguel A. Llona:
“Era un hombre modelo: su lema, el cumplimiento del deber; su único orgullo, el trabajo; cuantas veces había un puesto de peligro en el desarrollo de una misión era el primero en presentarse; su actividad infatigable lo hacía un hombre necesario”.
Y cerró su alocución fúnebre con un lamento esperanzador, que era el de todos los presentes: “¡Capitán Guillermo Concha, suboficial de primera Alfredo Sommerkamp, dormid en paz, nosotros velamos vuestro sueño!”.
Finalmente, tomó la palabra el suboficial de primera Pedro Flores, quien se vio conmovido ante el féretro repleto de coronas de misas, cruces y corazones de su colega Sommerkamp, un hombre de aire de origen teutón, pero tan amante del Perú como cualquiera de ellos.
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