EL NOVIO QUE BUSCO
A propósito de este blog, me han preguntado reiteradas veces cómo es el novio que busco. Yo también me lo he cuestionado innumerables veces y a la única conclusión a la que he llegado es que la repuesta es muy difícil. ¿Por qué? Porque después de algunas separaciones, muy aparte de las condiciones en las que se dio su final –una conversación sensata, una pelea con las subsiguientes secuelas o una verdadera pesadilla hecha realidad, de esas que te hacen jurar “por esta no paso otra vez ni muerta”–, estos trances me han dejado con la certidumbre de lo que no quiero, pero de una forma paradójica lejos de lo que quiero, o de lo que me gustaría.
Sería insulso y frío enumerar cuatro o cinco cualidades generales para perfilar a quien me quisiera tener al lado, y que de hecho considero vitales como la integridad, la honestidad, el valor, la fuerza; sin embargo, siempre he preferido los detalles, porque creo que son estos los que van creando a la persona imperfecta y maravillosa que se acerque a mi imaginario personal y a quién podría llamar novio.
No puedo decir que este proceso lo haya seguido siempre, pues he tendido a dos extremos: los comienzos abruptos y apasionados, o ese enamoramiento, que varias veces confundí con amistad o admiración, que se dio sin prisas con una gran revelación posterior que dio paso a un inicio. Además, quiero decir que nunca he tenido un radar para buscar entre la gente, los chicos con los que tuve algo siempre llegaron de manera inesperada (claro, ¿de qué otra forma si no?).
Entonces, ante la imposibilidad de describir a alguien con mayor claridad, aquí va un pequeño acercamiento al que podría llamar una imagen idealizada, más que a un ser real, por el momento, a partir de mis propios deseos.
Me gustan las cosas simples. Como quedarme sentada en la butaca del cine luego de haber visto una película que ha tocado en un lugar particular de mi memoria o mi emoción, o que sencillamente ha sido brillante, y poder compartir, entre el ruido de la gente saliendo y el transcurrir de los créditos –si los dejan correr-, un silencio para, luego de una mirada cómplice, guardar todo eso y volcarlo en la mesa de algún bar o en una caminata sin rumbo interrumpiéndonos al hablar por horas.
Claro, no dejo de lado el día en que fui feliz viendo Buscando a Nemo comiendo hamburguesas con queso que había escondido en mi bolso antes de entrar a la sala. Pero nada podrá superar el día en una película de un director chino, un novio y yo no pudimos soltarnos de la mano muchas horas después salido del cine; creo que tuvimos miedo de que la imposibilidad del amor de la que trataba el filme estuviera por ahí esperando por nosotros. Como la vida no es ficción, claro que llegó, meses más tarde.
Creo que no soy una persona de campo. Me gustan las ciudades grandes, pero también me gustan los picnic, así sean en un restaurante abarrotado de gente o en el auto estacionado en algún malecón con dos latas de chela y el rumor de las olas a lo lejos. Me maravilla como una larga conversación puede alejar a las demás personas y a los pensamientos rutinarios, dejando solo dos voces que dan paso la una a la otra. Me encanta escuchar, un poco menos hablar, y cuando oigo puedo darme cuenta de esa observación secreta de quien aún no conoce por completo al otro y sentir esas mismas miradas puestas en mí. Y cuando el espionaje mutuo se encuentra, ya no hay qué decir, solo sentir una abrumadora coincidencia no de atracción física, si no de entendimiento.
Me gustan las personas racionales, con un trasfondo oculto de romanticismo nada cursi. Por lo mismo que soy una persona impaciente, sé que esa extraña mezcla de precisión de actitudes y pensamientos, y un apasionamiento nada convencional, crea esa química poco común entre dos personas diferentes que descubren en sus diferencias características comunes.
Viajar es un requisito casi indispensable. No necesariamente a ningún otro país, ciudad o distrito, sino a lugares nuevos que antes nunca hubiera imaginado que existiesen; espacios no materiales que se convierten en sitios nuevos, y quizás en recuerdos bonitos. Soy una persona curiosa (por curiosidad, no por considerarme a mi misma original o diferente), me gusta conocer en el sentido de aprender. La generosidad para enseñar es única. Hay personas egoístas a las que no les gusta ni siquiera presentar amigos o contarte de un libro increíble que leyó, algo que yo nunca entenderé. Esta generosidad a la que me refiero es más dulce cuando te das cuenta de que no se limita al interés que la persona pueda tener en ti, sino a los demás.
Y pasando a un plano superficial, me gustan las personas con la capacidad de recordar cosas como que me gusta tomar agua con gas helada y un vaso con hielo al lado, que mis colores favoritos son el azul y el violeta aunque casi siempre me vista de negro, que la única cosa que no como es el yogurt, que diga bufanda en vez de chalina y de ducharme en lugar de bañarme, que esté dispuesto a compartir charlas interminables y silencios cómodos. Que sepa callar, hablar, besar y en el colmo de la exageración, de buena música. Y si aún no es mucho pedir, que tenga una imaginación del tipo que pueda crear un microcosmos en el que no existan pretensiones falsas ni prejuicios y sí rezagos de ingenuidad.
Por último, que tenga el atrevimiento del conejo que le dijo a la Alicia de Lewis Carroll, cuando ella preguntó:
-“¿A dónde vamos?”
-“¿Importa?”
-“No”
-“Vamos, entonces”
El encontrar es, a veces, más divertido en buena compañía. El camino a tomar, creo, se decide después. ¿Hay alguien que quiera acompañarme?