Viva San Valentín
EL AMOR VALE CUALQUIER DIA DEL AÑO
He leído que el día de los enamorados proviene de una vieja leyenda que, muy contrariamente a los que yo pensaba, tiene que ver con los solteros y no con las parejas. En la antigua Roma se realizaba la adoración al dios del amor, Eros, que ellos llamaban Cupido y al que le pedían favores mediante regalos para conseguir el enamorado ideal. ¡Qué paja! –pienso. Porque esta historia bien podría ser el origen de este blog, sólo que en vez de un dios está Internet, y en lugar de regalos, están los posts que, semanalmente o dos veces por semana, escribo en la búsqueda de un posible enamorado o, como prefiero decir, novio.
Pero claro, recién me entero de esto ahora, después de todos los momentos cursis que confieso he vivido durante varios 14 de febrero y que recuerdo como flashbacks rosados con cara de haber chupado limón. Pero no me avergüenzo, porque cuando uno está enamorado ¿hay límites para demostrar amor? Si los hay ¿dónde está la barrera entre el romanticismo y la vergonzante cursilería?
Recuerdo que después de una larga relación, con el que ha pasado a mi file personal como el hombre más frío que he conocido, estaba sedienta de romance. Llegó a mi salvación el príncipe Héctor, en versión hardcore-deathmetal, sin armaduras pero con camisas de franela, y no en un caballo blanco, sino en un toyota rojo desde el que me hizo uno de los regalos más bonitos que me han hecho en el susodicho día del amor.
Habíamos quedado en no hacer nada ese día porque, claro, él se autoproclamaba anti-romance. Yo le dije que no había problema, aunque en el fondo me sentí un poco decepcionada. Estuvimos todo el día, juntos, en la facultad. Era imposible no ver a las parejitas de enamorados sentados en los jardines cogidos de la mano o a alguna chica con una flor o regalito estilo osito, perrito o conejito de peluche. Después de clases me sorprendí al ver que no nos dirigíamos a un hueco de tacos al que me llevaba cada noche después de la clase de lenguaje audiovisual I, sino que manejaba directo a mi casa. Cuando nos despedimos en la puerta, casi abro la bocota para reclamarle lo que yo sabía a ciencia cierta imposible para él. Así que no lo hice.
Él me gustaba así como era; y no solo me gustaba, estaba enamorada. Así que me dirigí a mi habitación, a la que corría cada vez que me dejaba para poder hacerle adiós desde la ventana y escuchar que me tocara la bocina al dar la vuelta por la avenida (¡asu!, no me había acordado de este tierno ritual desde 1993), pero me quedé esperando en vano. Por más que miré hacia el semáforo, que cambió de color varias veces, el carro no pasó por ahí como casi todas las noches. Me pareció extraño. Después comencé a sospechar que este, de pronto en mi mente celosa, infeliz se había ido a celebrar el día de los malditos enamorados con algún plancito. Estaba a punto de ir a la cocina a llamarlo por teléfono y putearlo por mi retorcida imaginación, que lo había hecho olvidar nuestra despedida de todos los días, cuando un sonido me hizo volverme otra vez hacia la ventana.
Nunca me voy a olvidar de lo que vi. Ahí estaba él, con los brazos cruzados, mirándome a los ojos, apoyado en el motor de su auto, estacionado detrás del muro que separaba la calle del jardín de mi casa, con la radio a todo volumen y las cuatro puertas abiertas para que pudiese escucharla. Corrí con fuerza las ventanas de aluminio. Sonaba la que se convirtió, de todas las que teníamos, en nuestra canción: Angel, de Aerosmith. Cuando la música dejó de sonar, bajé corriendo las escaleras, di la vuelta a la esquina y nos abrazamos por mucho rato. Cuando nos separamos, me di cuenta que me había puesto encima de los hombros una camisa de cuadros marrón, igual a la de Alicia Silvestone en el video de Crying, uno de los que más nos gustaban en esa época en la que pasábamos horas viendo MTV mientras nos besándonos en la alfombra de la sala de la casa de mis padres. Yo siempre le prometí hacer puenting con esa camisa puesta y mostrarle el dedo del medio, pero terminamos nuestra relación antes de que pudiera vencer mi miedo a las caídas libres. Pero estoy segura que durante los dos años que estuvimos juntos, nos hicimos muy felices.
Si hay un día en el año que pueda motivar a alguien a dejarle un recuerdo como este en la mente para siempre a otra persona, entonces que viva San Valentín.
Si me preguntan, cómo ya lo han hecho, no tengo planes especiales esta vez, como no los he tenido hace años, con o sin pareja. No me gustan los peluches ni las rosas (pero sí, las margaritas), ni los regalos por compromiso, ni los que no tienen un significado especial. Pero sí me gustan las sorpresas sin fecha, los regalos pensados, los detalles o gestos que me han conmovido más de una vez; tan simples pero tan hermosos como una canción, una imagen, una llamada inesperada, un encuentro casual, una noche larga.
Y estos detalles, no solo los he recibido de algún novio o de algún chico que pasó por mi vida, sino de mis amigos. Esos tan queridos, a los que extraño tanto, a los que tengo a mi lado, a los que veo siempre, a los que no veo nunca, a los que sé que van a estar siempre, a los que no conozco aún; a ellos, a ustedes, a los que estén enamorados o no, a los que quieran enamorarse o no, a todos, un beso grande y este regalito (sencillo pero hecho con mucho cariño). Pongan play.
Canción para hacer serenatas improvisadas
Escucha aquí un extracto de “Angel” de Aerosmith
ALICIA BISSO 14:02:08