El hombre que siempre estuvo ahí
Y QUE, ADEMMe gusta cuando mi padre me cuenta la historia de mi nacimiento, y no me importa haberla escuchado un millón de veces, porque la cuenta cuando está contento, o quizás porque sabe que me gusta escucharla y oírlo decir que por eso me gusta tanto el cine. Fue así. Cuenta él, que estaba con mi madre de nueve meses de embarazo en una función de vermouth –cuando existían- viendo “El Poseidón”, cuando a mi mamá le comenzaron los dolores de parto. Si han visto la película, ya estaban en la parte en que Gene Hackman se suicida por salvar al pequeño grupo que finalmente sobrevive, es decir, el clímax del filme. Mientras a mi madre se le agravaban las contracciones mi papá le decía “un ratito”. Yo, bien obediente desde antes de nacer, esperé hasta el final de la película, o hasta que mi mamá no pudo más, y una cesárea de emergencia después nací justo a las doce y un minuto de la madrugada de un domingo. Mi papá, que solo tenía 22 años, escuchó al doctor decirle de lo más contento: Felicitaciones, es una niña, ¡ah¡ y feliz día del padre.
Sí, yo nací el día del padre. Y casi lo hago en una sala de cine. Recordar esa historia me hace pensar en todos los momentos de felicidad que viví durante mi infancia: los viajes apretados en el pequeño Fiat que mi padre manejaba que curiosamente pasó por una extraña mutación de color de verde a dorado -bueno eran los setentas-, las maratones de películas a las que íbamos todos los fines de semana, los helados de máquina del Tip-top y las fresas con leche condensada de la Pizzería Italia. Pero claro, como en toda la relación todo no puede ser felicidad. Cuando comencé a crecer, y dejé de ser una niña, comenzaron los problemas.
Una foto del baúl de los recuerdos.
A los once años me gustó un chico de carne y hueso por primera vez. El mismo que al año siguiente fue mi primer novio, Marcelo. Como era mi vecino, nuestros primeros acercamientos eran encontrarnos de “casualidad” en la calle que separaba nuestras casas. Como él jugaba fulbito con mi hermano, los amigos del barrio y mi papá, yo pasaba por ahí a mirarlos. Claro, meses después me enteré de que mi padre molía a canillazos a Marcelo cada vez que se lo cruzaba en el parque que hacía las veces de canchita. Eso fue solo el comienzo. Mi padre ha odiado a todos mis novios sin excepción, y a la mayoría de amigos del sexo masculino. Todo el que ha querido pasar la puerta de la casa de la Familia Corleone-Bisso, ha tenido que pasar por los gélidos o nulos saludos de mi padre. Es gracioso porque yo ya había agarrado la costumbre de advertirlos antes de conocer a mi papá.
Pero la última vez que llevé un chico a ver el Óscar, jugar a las apuestas de quién gana la estatuilla esa y comer unas pizzas en casa de mis padres, ritual familiar obligatorio, me olvidé de decirle al susodicho que mi padre era Don Vito (así lo tengo grabado en mi celular) y que la mejor estrategia era saludarlo con respeto pero sin miedo. Me dieron ganas de encerrarme en el baño de invitados cuando escuché a mi progenitor decir: oye y tú, ¿no saludas? No me había dado cuenta que el Padrino había hecho su aparición en la cocina, nuestro centro familiar de operaciones. El pobre tartamudeó no sé qué cosa y le extendió una mano, pero dirigida hacia la espalda de mi papá que ya se había dado media vuelta y se fue dejándolo con el brazo en el aire.
Pero la severidad de mi padre no solo ha llegado a mí en temas relacionados al amor. Yo siempre pensé que no estaba a la altura de sus expectativas. Siempre pensó que los novios de larga data que tuve terminarían en un matrimonio que jamás se dio. Me fui a vivir a España, a estudiar, viajar y trabajar de camarera en vez de quedarme, hacer una carrera y ser la ejecutiva que siempre me describía como lo que supuestamente tenía que ser. Jamás me puse el sastre y los tacos que según él, tenían que ser parte de mi uniforme diario. Siempre se queja de mis zapatillas, de mis dos tatuajes, de mi falta de maquillaje y del piercing extra que me hice el año pasado en la oreja por no ser todos estos “adecuados a mi edad”. Yo pensé que al comenzar a escribir este blog ya iba a ser coronada como la oveja negra eterna de la familia. Pero algo cambió.
Desde hace varios meses recibo una llamada muy puntual y temprano todos los días que publico un nuevo post. Es mi papá que llama para decirme que le ha gustado mucho lo que ha leído. Yo solo le digo gracias y después de unas breves palabras cortamos. Para mí es suficiente. Con una sonrisa, sigo trabajando. Pero el amor de mi padre es más grande que esto y creo que jamás lo había sentido tanto como una noche de un verano muy triste en la que me llevaba en su carro al aeropuerto.
No conversamos mucho, nunca hablamos demasiado. Los dos estábamos tristes, además, porque yo iba a despedirme de mi Tío Javi que iba a morir pronto y ambos lo queríamos mucho. Yo tenía una pregunta atracada en la garganta. Hacía unos meses había vuelto a vivir a su casa luego de que mi último novio me dejó. No sé cuántos meses me la pasé trabajando como una maniática y encerrada en mi cuarto. Yo solo veía a mis padres saludarme en las mañanas y en las noches. Yo sabía cuánto les había costado aceptar la idea de que me fuera a vivir con un tipo sin casarme. Y mi padre odiaba a ese pata más que a cualquier otro novio que presente en sociedad. Aún así, el día que los dos, de la mano, le dijimos que nos íbamos a vivir juntos mi padre se resigno, creo. Luego lo aceptó y nos ayudó. Como solo yo trabajaba, era difícil ir armando la casa. Cada cierto tiempo nos sorprendía con un regalo inesperado y hasta le agarró cariño a ese futuro marido que, por suerte, nunca lo fue. Cuando regresé con los mismos muebles que con tanto cariño nos había regalado, mi ropa, mi vestido de novia y el rabo entre las piernas para mi sorpresa, nadie y menos él, me mencionó un odioso “yo te dije”. Se me llenan los ojos de lágrimas al recordar esa noche, en la que no podía dejar ese departamento y volver la casa de mis padres. No sé qué esperaba, solo sentía dolor.
Cuando, meses más tarde, llegamos al aeropuerto y estaba a punto de darle un beso en la mejilla a mi padre, lo abracé. Y sin poder evitarlo, lloré. Fue entonces cuando le pregunté:
- No me juzgas, ¿no?
- No- me dijo y me dejó llorar en sus brazos. Estoy segura de que con la secreta impotencia de no poder borrar ese horrible año de mi vida.
Cuando el avión despegó, me sentí aliviada. Y aunque sentí que un duro golpe me esperaba a pocas horas, ese abrazo se quedó como mi escudo protector que sigue en actividad felizmente, ahora que la pena ha quedado tan lejos.
Algunas veces dudé de su amor en medio de mis pataletas y engreimientos adolescentes (y otros ya de grandecita) cuando no me dejaba salir, ante las prohibiciones, reglas, gritos y sus ideas sobre la moral y las buenas costumbres, diferentes a las mías y a las que muchas veces mandé por un tubo. Sin embargo, ahora no lo juzgo yo tampoco, quizás porque ahora sé que lo que hacía y sigue haciendo es cumplir el su rol. Cuidarme, protegerme. Igual que cuando en el Padrino III, Michael Corleone le dice a su sucesor que el precio por ser su sucesor como padrino, es dejar a su hija. Así de feroz ha sido mi padre para evitar que nada, ni nadie, me haga daño. Así que cuidado chicos. Al Sr. Corleone no le entran balas. Para él, la familia es lo más importante.
Ahora sé que, así vaya a cumplir 35 años, mi padre siempre me verá como su hijita. Ahora sé que los padres son tan humanos como nosotros; que cometen errores igual que nosotros; y que hay que aprender a no juzgarlos, porque simplemente nosotros aún no terminamos de vivir y no sabemos en qué nos vamos a equivocar en el futuro. Sin embargo, tengo la alegría de saber que hay padres como el mío, que ese 17 de junio de 1973 se comprometió conmigo de por vida. Suerte la mía. Porque sé que tengo un lugar dónde siempre me sentiré a salvo, pase lo que pase. Los brazos de mi padre.
Feliz día papi. Te quiero. Ali.
CANCIÓN PARA MI PADRE (según él con ella fui concebida)
UNA PEQUEÑA SERENATA PARA EL SR. BISSO
OTRO REGALITO: LA CANCIÓN QUE ME CANTABAS DE CHIQUITA