El amor en los tiempos de Internet
¿QUIERES CHATEAR CONMIGO?
Me gusta alguien. Hace tiempo no me gustaba nadie. El detalle es el siguiente: no conozco a este “alguien”, al menos no en persona. ¿Por qué?, ¿cómo así? se preguntarán ustedes. Les puedo jurar que me he hecho el mismo autointerrogatorio un par de mañanas en las que he despertado pensando en “él” con sonrisa de idiota y he salido disparada al baño a meterme un buen chorro agua fría, antes del café número uno, y me he hecho “la” pregunta que muchos ahora, en plena era del ciberamor, se han hecho más de una vez: ¿cómo me puede gustar tanto alguien que no conozco?
Pero esto no es lo peor. Muchas ciberrelaciones pasan al terreno de lo real cuando ambos se conocen. Yo no puedo hacer eso. Mi querido desconocido vive lejos de Lima. Sin embargo, por razones muy ajenas al amor y todititos sus demonios, he viajado. Estoy en otro país desde hace unos días; cerca de él y no me atrevo a llamarlo, ni siquiera me mando a escribirle un mail. Para que entiendan mejor, aquí va nuestra historia.Nuestra ruta en la red fue una de las miles de autopistas virtuales por las que ahora muchos transitan (y en las que muchos se enamoran). Quizás sea todo un clásico a estas alturas. La cosa empezó así. Él es un lector del blog, uno de los que voy identificando con el tiempo por sus nicknames y comentarios. Hace nueve meses recibí un comentario “no publicable”. Necesitaba hablar con alguien sobre un asunto, ¡bingo!, relacionado al amor. O bueno, al desamor. Después de leer su historia y pensarlo unos días, le escribí un mail. Es extraño escribirle a un extraño y hablar de temas tan íntimos, pero en ese momento me era muy familiar eso del corazón roto a martillazos por algún irresponsable, egoísta y maldito “ex”. Hasta recuerdo haberle dado uno de los hits de mi recetario especial para momentos insoportables, esos en los que no existe consuelo posible, en los que fantaseas con que el hijo de la chingada regrese de rodillas por una avenida tan larga como la Javier Prado, sin asfaltar, por supuesto. Mi receta era simple. Caminar, tomar aire, tomar tiempo, regresar algo de ese desorden interno a su lugar. Si eso no bastaba, tomar una chela solo o con un buen amigo, llorar un rato y despertar en la mañana con menos ganas de pasarle encima con un tráiler a esa persona que nos falló. No funciona a la primera, pero después de días, semanas o meses, el recetario asegura que da buenos resultados. Días después me contó en otro mail que se había sentido mejor. Intercambiamos un par de correos más y no volví a saber de él. Por supuesto, aquí no termina la historia.
Él siempre estaba ahí, comentando mis fotos en el Facebook, escribiendo pequeñas cosas. Su presencia se hizo familiar y constante. Entonces, una noche a solas en mí casa, dando vueltas como un hamster, entré a un terreno aún desconocido para mí. Le di clic a su nombre y me sentí toda una espía al explorar su perfil. Sé que los perfiles personales que cada uno rellena en todas estas redes sociales están colgados para ser vistos, así como como las fotos y los videos. Me gustó lo que vi. Todo, menos que vivía en otro país, en otro hemisferio. Fin de la historia, pensé. Lo único que funciona a larga distancia es la amistad y la familia, a veces. Hablo solo por mí.
Pasaron varios meses desde que ese ligero interés alentó mi curiosidad para saber más de este (lindo, al parecer) chico. Eran las siete de la mañana de un día de marzo cuando mi madre me llamó por teléfono. Ella sabe que trabajo hasta tarde y que a menos se trate de una emergencia, cualquier ser humano está prohibido de llamar a mi celular o al teléfono de mi casa antes de las nueve en punto, hora en que la alarma me despierta todos los días. Trabajo hasta tarde, escribo hasta más tarde aún y necesito dormir al menos seis horas para ser un robot el resto del día siguiente. La “emergencia” era preguntarme si aún quería viajar de tal fecha a la otra a esta ciudad donde he estado tan triste una vez y muchas otras, más que feliz. Le dije que sí y seguí durmiendo. Horas más tarde la llamé desde la oficia para preguntarle qué me había dicho, estaba tan dormida que no recordaba nada. Cuando oí la noticia, le confirmé las fechas y de inmediato empecé a buscar en Internet qué cosas interesantes había por ahí, en primer lugar películas que jamás se estrenan en Lima o que quizás no lleguen jamás. Casi se me para el corazón cuando leí que tocaba Ben Harper.
Todo ese viernes escuché sus canciones en Youtube. Con todas esas buenas noticias amanecí contenta ese sábado y al dar un paseo matutino por el Facebook se me ocurrió, en medio de un ataque de impulsividad de esos que no puedo controlar, preguntarle al chico-lector si quería ir conmigo al concierto. Como siempre me pasa, después de apretar la tecla de “enviar”, me arrepentí. Pensé que quizás jamás me contestaría, que quién sabe, seguro tendría planes en esa fecha, que estaría fuera de la ciudad y que quizás se hubiera casado, qué se yo. Pero nada de esto pasó. A los pocos minutos llegó la respuesta a mi mensaje: ¡Claro que sí! Solo he escuchado una canción de Ben H., pero me encantaría ir contigo, ¿quién compra los tickets, tú o yo?
Bueno, ya estaba en esto. Así que apliqué el conocido “retroceder nunca, rendirse jamás” y seguí con los planes. Después de intercambiar más mensajes por el Facebook, pasamos al e-mail, luego al Skype. Después del chat comenzaron los mensajes de texto por teléfono. Yo casi nunca mando mensajes, me da pereza escribir esos pequeños telegramas llenos de abreviaturas en el celular. Prefiero llamar. Sin embargo, estábamos en países lejanos así que empecé a tener miniconversaciones vía mensajes de texto. Sin embargo, la primera llamada no tardó en llegar. Mi teléfono sonó una noche en la que estaba en la casa de playa de mis padres, que tiene un efecto sedante en mí. No llegué a contestar porque no encontré mi teléfono a tiempo en la oscuridad. Le devolví la llamada pero me contestó la voz de la máquina de mensajes así que, domida como estaba, le dejé un mensaje que no recuerdo. Cuando me desperté tenía un “nuevo mensaje”: Ali, no quise despertarte, solo quería saber cómo suena tu voz”. Con mi segunda sonrisa idiota de la temporada, subí a la cocina para comer mi clásico desayuno de pan con tamal/jugo de naranja/ periódico, de los sábados, domingos y feriados. El siguiente mensaje llegó pronto. Y poco después, nuestra primera conversación real.
Me gusta escuchar la voz de las personas. Tengo debilidad por las voces bonitas. Hay un par de personas que saben eso. Su voz era de esas, con un acento extraño casi imperceptible, pero me gustó igual. Así que estuvimos hablando por horas. Literales horas, hablando de todo. Claro, yo estaba en desventaja. Él parecía saber más de mí que yo de él. Igual nos contamos nuestras vidas en esas eternas conversaciones que me hicieron llegar con cara de sueño un par de veces al trabajo y tener que tomar un par de cafés extra cada mañana. La dinámica se repitió por varias semanas y cada vez nos gustamos más, al menos, eso es lo que parecía. Yo lo sentía. Hicimos planes. Nos preguntábamos a cada rato: ¿cómo sería vernos al fin?
Si hay algo claro en esto de las ciberrelaciones es que avanzan como la tecnología, a la velocidad del rayo. De pronto ya estábamos hablando casi todos los días. Una noche nos animamos a hacerlo frente a las camaritas de nuestras computadoras. Fue extraño vernos por primera vez (claro, vernos, pero a través de una pantalla). Al día siguiente repetimos el plato y fue casi una cita porque yo estaba tomando vino, él una cerveza. Y hasta rozamos la delgada línea que existe entre el cibercoqueteo y cibersexo. Solo fueron un par de botones de la camisa de hombre con la que duermo que me desabroché. Creo que hacerlo frente a un desconocido fue suficiente, por lo menos a estas alturas.
Pero el clímax de nuestra ciberrelación fue el siguiente sábado por la noche. Me había costado dormir porque había una fiesta a media cuadra de mi casa y, aunque la música estaba buena, yo estaba en mi casa, no bailando allí. Ya estaba totalmente inconsciente cuando me despertó el sonido del celular. Miré la hora. Cuatro de la mañana. Me fijé quién llamaba, era él, y como lo pude suponer, estaba completamente ebrio. La siguiente hora y media lo escuché, libre de cualquier tipo de inhibición, hacerme una de las más largas declaraciones de amor que me han hecho en esta vida. Me dijo que le gustaba, que quería ser mi novio, me preguntó si quería ser su novia, que ya veríamos cómo hacer con el tema de la distancia, que había tratado de salir con otras chicas pero que yo era la única que estaba en su mente, siempre. Borracho o no, me gustó lo que me dijo (bueno, lo que recuerdo), y me la pasé todo el domingo esperando la siguiente llamada que, claro, jamás llegó. Ni el lunes, ni el martes, ni el miércoles. Así que le mandé un mensaje el jueves preguntando dónde andaba.
Al día siguiente llegó el mensaje bomba. Dicen que todas las relaciones tienes buenos y malos ratos. Bueno, llegó el mal rato. Pude leer en mi celular un par de frases a través de las cuales este muchacho me estaba haciendo el pare, es decir, me estaba diciendo lo mismo que ya me han dicho un par de patas en el pasado: “Solo somos amigos, Ali. No una pareja. Solo amigos”. Casi agarro el aparato y lo tiro por la ventana. Los siguientes 10 minutos traté de hacer todos los ejercicios de respiración que aprendí en mis clases de yoga para no llamarlo y mandarlo al demonio. ¿Qué se había creído?, ¿por qué de pronto me estaba poniendo el freno de mano a lo que fuera esa relación cuando él siempre fue el primero en ir a toda velocidad? Así que le respondí que no éramos ni pareja (eso no me había pasado por la cabeza ni por casualidad, por ser absolutamente ilógico) ni amigos, porque a todos mi amigos, los de verdad, les había visto la cara en persona por lo menos una vez en la vida y yo a él no lo conocía. Así que chau. Mensaje enviado. De pronto comenzaron a llegarme más mensajes. Metí el celular en mi cartera y seguí trabajando.
Obvio, al poco rato me llamó. Disimulé mal mi enojo. Quizás estaba siendo un poco radical y, además, uno no se puede expresar bien a través de mensajes, sesiones de chat, inclusive mediante correos electrónicos. Y la verdad, aún podía sentir la lava brotar del volcán en erupción que era mi cabeza en ese momento. Hablamos poco y mal. Mejor dicho, hablaron su orgullo y el mío. Él me dijo que si aún quería verlo, yo tenía su número. Yo le respondí que si él quería verme a mí, el tenía mi correo electrónico. Colgamos.
Desde ese día no volví a saber de él y yo tampoco hice el menor esfuerzo por acercarme. No voy a negar que haya pensado en él. Claro que lo hice, y bastante. Había vuelto a sentir ese tipo de ilusión que muchas veces me hizo sonreír, le escribí un par de cuentos y sin darme cuenta hace rato le había puesto “play” a mis sentimientos otra vez. Y sí, muy al contrario de lo que ciertas suspicaces “chibolas” de veintitantos puedan pensar, la ilusión no tiene edad. Ayer estuve hablando con una mujer muy guapa de casi sesenta años que este sábado va a tener su primera cita en cinco años. Está mucho más guapa que cuando la conocí, y debo decir que también conoció al hombre en cuestión por Internet.
Cuando llegué aquí, él estaba fuera en un viaje por trabajo. Hoy, supongo, los dos estamos aquí, a algunos kilómetros de distancia. Así que las opciones son:
1) Lo llamo yo. Pero veamos lo pros y contras. Después de esa última conversación, me decepcioné y pensé que hasta un desconocido en plena relación virtual me estaba tratando como el típico chico anticompromiso, y ojo, ¿qué compromiso podría existir entre dos personas que no se conocen, que se van a ver un día y sabe Dios si volverán a hacerlo? Entonces ¿por qué tanto drama? Así en otra época de mi vida haya sido una verdadera reina del drama. Ahora estoy viviendo de manera sencilla, honesta y directa. Me siento bien así.
Por otro lado, tenemos el tema de la distancia. ¿Para qué alargar la ilusión por alguien que vive muy lejos de mí? Ya, ya. Sé de esas relaciones en las que la gente se ha mudado de país y ha vivido por siempre feliz con ese chico o chica que conoció por Internet, pero en nuestro caso solo tendríamos un día, máximo dos, para conocernos. ¿Valdría la pena?
Del mismo modo, si lo veo desde el punto de conocer a alguien chévere con el que podría pasar un buen rato y quizás entablar una futura amistad, pienso que sí. Además no olvidemos que hasta hace poco me gustaba bastante. Aunque mis expectativas y ganas hayan bajado sus decibeles, no han desaparecido. Al contrario, desde que llegué aquí no logro quitármelo de la mente. Además, habíamos hecho planes para nuestra primera cita real aquí, eso es emocionante para cualquiera.
2) Espero a que él me escriba. Quizás no lo haga nunca. Es una opción válida porque si no lo ha hecho hasta ahora o jamás lo hace, confirmaré mis sospechas de que yo estaba sola en el Valle de las Ilusiones no correspondidas, o reafirmaré mi teoría de que existen grandes ilusiones que se diluyen con el tiempo, la distancia, la falta de interés o la aparición de nuevos intereses. Un punto en contra de las ciberrelaciones: ¿cómo saber si todo lo dicho-hecho es verdad? Es muy fácil mentir a distancia, real o virtual. Hay quienes están buscando divertirse un rato en su laptop nada más.
Lo único que puedo concluir es que las relaciones virtuales son casi tan complicadas como las relaciones de “carne y hueso”, porque así nos protejamos detrás de nuestras computadoras, no existe (o si lo han creado, no lo conozco) un protector de pantallas que también sirva para escondernos de nuestros sentimientos.
Llámenme anticuada, pero extraño esos días en los que las personas se conocían mirándose a la cara e intercambiaban teléfonos en vez de correos electrónicos. Prefiero que me inviten una chela que recibir un correo que diga que Fulanito quiere agregarte a su My Space, Twitter, que quiere agregarte a su lista de contactos de Msn, Skype, Gtalk, o quiere que sean “amigos” de Facebook.
Hasta el momento, tengo tres cuentas de correo electrónico, Facebook, Skype, este blog y dos más, un casi cibernovio del que estuve a punto de enamorarme hace más de un año, y una posible cibercita que podría hacerse realidad dentro de unos días. Creo que es más que suficiente para mí.
Sea como sea. Estoy aquí. Está anocheciendo. Voy a salir a la terraza en este momento con una gran taza de café caliente en la mano. Quién sabe, quizás le mande señales de humo.
Hey you, si logras verme, estoy con pijama celeste.
CANCIÓN PARA DECIDIR
Gracias a mi amiga Ivy por tremendo descubrimiento musical. Me agarró con un pie antes de subir al avión.
Hay ilusiones que parecen disparatadas, absurdas e imposibles, pero que sin embargo, y pese a todo, se hacen realidad. Por lo menos en las películas. No hay que darse por vencidos. Hay que saber llegar.
Las relaciones que se crean en el ciberespacio, creo, hacen más fácil y a la vez más difícil la comunicación entre dos personas. Debería haber un programa para leer la mente de algunas personas. A mí me gustaría saber qué estarás pensando. Ésta es la única canción que me gusta de The Killers, y el video me hace reír cada vez que lo veo. Read my mind.
P.D. La foto del post es de la película “The Holiday”, y aunque los protagonistas no se conocieron por Internet, pero si tuvieron un breve encuentro durante las vacaciones de uno de ellos, distancia de por medio y un final feliz.