Yo no amo a su mami
Y TÚ, ¿AMAS A TU SUEGRA?
Hay palabras que me gustan mucho, como violeta, bufanda y estufa. Otras me recuerdan al ardor de la gastritis cuando me ataca de pronto y achicharra mi interior con furia, sin piedad y sin remedio, porque ni los litros de Peptobismol que tomo logran aliviarme. Una de ellas es la palabra “suegra”. No creo que se trate de una percepción particular. Las suegras vienen con una estela de mala fama que han arrastrado y multiplicado por siglos y que estoy segura, más de una se ha ganado con laureles, medallas de honor y diplomas al mérito. Si me pongo a multiplicar el número de malas, vergonzantes, ridículas y crueles experiencias que más de una vez he tenido que pasar a causa de las madres de algunos novios, puedo decir que en el mundo de las suegras, la pasé como en el mismo infierno. Las suegras son odiadas, amadas y aborrecidas al mismo tiempo, temidas como al demonio mismo. No existe un día D (que debería rebautizarse como el día S) en una relación de pareja que se compare al momento en que conoces a la mamá de tu novio, es decir, su mami. Hay que quitarse de una vez la cara de tontas que ponemos cuando nuestro queridito nos pide que lo acompañemos al almuercito familiar del domingo. Métanse una cachetadita en el espejo, un chorro de agua bien fría y vean la realidad. No van a ser introducidas a su futura familia política, van a encontrarse cara a cara con su futuro dolor de cabeza, por no decir migraña. Pronto pasarán de ser la nueva novia de Pepito a la siguiente víctima, espécimen en permanente observación, mujer en incubadora hasta nuevo aviso (aviso que es solo la venia de la aprobación, que quién sabe, jamás llegue) de esa señora sonriente que te dice “pasa, hijita” como si te invitara a pasar a la sala de su casa, cuando en verdad, estás entrando al terreno minado de sus vidas.
La sátira popular inclina la balanza de mi lado. Hay todo tipo de material sobre el tema. Desde canciones, videos, películas, series, personajes, chistes, sketchs televisivos, manuales, libros de autoayuda, hasta blogs temáticos sobre lo condenadamente malas que pueden ser las madres de nuestros novios, esposos y hasta amigos. En algún momento de mi vida pensé: no puedo ser tan prejuiciosa, este (el novio) debe ser un caso aislado de celos maternos y yo sola le ponía parches a la situación: es porque es hijo único, es porque es el menor, es porque es el único hombre. Mentira. No depende de su número de jerarquía dentro de la familia. Estas madres absorbentes, sobreprotectoras, metiches, autoritarias, doble cara, manipuladoras de lenguas viperinas, son así y punto. Ojo, además, jamás cambiarán. En el templo del mami-y-yo (mejor dicho, Edipo y ella), solo habita una mujer y su consabido, perfecto, idolatrado, jamás equivocado, impune y guapísimo “hijito”. Cuando vean este cuadro ya lo saben: alerta roja, mamitis a la vista. Y vaya que me crucé con un par de casos que estaban listos para poner en camilla, no sé si para que un cirujano les corte por fin el cordón umbilical o para irse directo a la terapia familiar.
Como siempre, todo comienza por el principio. Recuerdo los años que vivimos en casa de mi abuela en la calle Paul Harris, rodeados de parques cercanos para ir a jugar. Para mi hermano y para mí, nuestros abuelitos parecían sacados del más tierno dibujo animado. A mi abuelita solo le faltaba una chimenea encendida, una mantita de cuadros y un tejido sobre las piernas para ser una dulce imagen digna de tarjetita “Hallmark” del Día de la Madre. Yo no sabía, a esa edad, que detrás de esa señora generosa y gordinflona que quiero tanto hasta hoy (el 1 de mayo cumplió 99 años, mi campeona), que nos dejaba destrozar los juguetes prohibidos que mi abuelo escondía de nuestras pequeñas manos, la misma que nos preparaba dulcecitos rellenos de mermelada de todos los sabores posibles, que nos abrazaba y nos llenaba de besos, era también un monstruo de siete cabezas.
Por lo menos para mi madre, así lo fue desde el día que la conoció porque era una estudiante misia de San Marcos. Mi abuela no pensó que mi papá también era un misio estudiante de San Marcos y, menos, que se habían conocido en pleno campus un día en que mi papá le miraba las piernas bajo la minifalda, en plena época hippie, a mi guapa mamá y todo lo que le costó conquistarla. En realidad el problema no era la plata, la pinta ni los modales, simplemente no la quería porque no quería que “otra” ocupara los límites del corazón de mi padre. Cuando mi papá se la presentó, mi abuela no solo no le devolvió el saludo, sino que ni siquiera se volvió hacia ella, le dio literalmente la espalda desde ese momento. ¡Olé a la mala onda!
Un día de caras largas en la mesa me atreví a preguntarle: “mami, ¿te has molestado con Mamá Alicia?” (Sí, me pusieron el nombre de la suegra de mi mamá). Mi madre se apresuró a decirme “no hijita” y se demoró otra tanda de años en contarme, seguro cuando ya tenía edad para comprenderlo, que los seis años que vivimos en casa de mi abuela fueron una reproducción de una sala de tortura china. Había una sola señora de la casa, y no era mi madre. Según ella, cuando nos mudamos, fue el día más feliz de su vida. Me parece raro recordar todo esto ahora que, en sus momentos de lucidez, mi abuela le repite a mi madre que la quiere más que a Carlitos (mi señor padre), que ella es más que su hija también. Mi mamá la quiere igual, como a una verdadera mamá.
Mi primera suegra me odiaba. Yo tenía 12 años. Mi noviecito, 13. Eran los ochenta. No existía Internet y la única forma de comunicarnos era el teléfono. Yo no podía llamarlo porque, horror, qué clase de niña llama a un niño. El chico era el encargado de vencer su miedo y preguntarle a mi padre si su pequeña enamoradita podía recibir una llamada. Pobre Marcelo. Creo esa es una de las pocas ocasiones que recuerdo al machismo con cariño. Lo peor de todo era que cuando ambos vencíamos nuestra propia timidez y nuestros nervios telefónicos y recién nos decíamos que nos extrañábamos, de pronto una mano de mujer descolgaba el otro anexo y decía: “Marcelo, ¿ya?”. Yo me quedaba muda como rehén en pleno asalto y él me decía que tenía que colgar. Ambos nos despedíamos con un frío y obligatorio “chau”. Siempre me imaginé esa mano con dedos largos y uñas en punta pintadas de rojo, no me pregunten por qué. Como siempre pasa, las cosas se pusieron peores cuando comenzaron los viernes después del colegio, el único día en que Marcelo tenía permiso de visitarme, de cuatro a seis de la tarde. En serio que solo faltaba que nos amarraran uno a cada extremo de la sala o del filito de la vereda donde nos gustaba sentarnos.
Creo que ni esa suegra ni nadie, entendía que teníamos 12 y 13 años, respectivamente, que nos demoramos mucho en darnos el primer beso y más aún para intercambiar cualquier otro tipo de caricia apta para menores. Pero como la relación seguía, el recelo de la suegra iba en aumento. Esto, sumado a los celos de mi padre, nos convirtió en una versión ochentera, con fondo musical de Eddie Money, de Romeo y Julieta. Y como ya saben, lo prohibido siempre tiene el poder de la atracción. Lo que nadie sabe es que Romeo y yo sí tuvimos la oportunidad de habernos portado como grandes, de cometer pecados de adultos, una tarde sin vigilancia que pasamos en mi habitación de cortinas blancas de bobos y flores melón. Claro que no hicimos nada, es más, quedamos en dejar el pecado para cuando tuviéramos 15 y 16. Por supuesto, nuestra relación terminó antes de que cumpliéramos 13 y 14.
Años más tarde, cuando tenía 15 años, mi suegra vino con un legado del que yo no tenía ni idea, era alcohólica. La primera vez que me dijo que la acompañe a la bodega a comprar cerveza y después a la azotea de la casa, yo pensé “qué extraña y moderna esta señora, está invitando a chelear a una menor de edad”. Estaba bien equivocada. Yo solo era la campana de alerta para avisar si alguien llegaba. Jamás la vendí y no tuve por qué hacerlo, todos sabían de su enfermedad. El recuerdo de esa señora empujándose esas botellas de cerveza de pico hasta ahora me entristece. Ella sí quería que nosotros nos quedáramos juntos para siempre, no sé si producto de los efectos del alcohol o porque pensaba que yo era una buena niña. Cuando terminé con su hijo, no lo quise ver más, a ella tampoco la he vuelto a ver. Eso es lo bueno de ser la visita de la casa, por lo menos en este caso. Cuando cierras la puerta y te vas, les cierras la puerta a todos.
Sin embargo, los pesos pesados comienzan cuando uno es un poco mayor. Ahí ya no eres una niña, ya tienes casi 20 años, ya sabes de la vida, ahora crees que ya eres una mujer hecha y derecha, con todo el derecho de que tu novio se muera y se arrastre por ti y nadie más, qué importan los demás, eres el centro de la atención, mejor dicho, del universo, el big bang eres tú y nadie más que tú, menos, su mamita. Gran error. Ja-ja, cacle-cacle o ñaca-ñaca, se reirá la suegra a tus espaldas, ¿a quién le has ganado, mocosa? Si nosotras crecimos, ellas se convirtieron en las reinas madres.
Cuando yo creía estar viviendo una versión musicalizada por Iron Maiden de “My fair lady” y trataba de convertir a mi pobre novio heavy metal en un chico apto para ir a las discotecas huachafas que a mí me gustaban en esa época, estaba segura de que iba a caerle bien a su mamá. Su hijito había dejado guardaditas sus camisas de franela, sus polos de calaveras, sus anillos y collares de cruces, y había cambiado esos accesorios por camisitas blancas, celestes o de cuadritos. Claro, con sus respectivos pantalones caqui y zapatos, no los chancabuques que siempre usaba. Mal, muy mal. Por más “bien” que supuestamente hagas, para la suegra todo va a estar “mal”, o mejor dicho, “nada” será suficiente. Bien vestido él (según yo, la de esos días), nerviosa yo, fuimos a un restaurante japonés donde sería presentada en sociedad. Es decir, algo así como: papi, mami, hermana menor, ella es Alicia / Buenas noches señor, buenas noches señora, hola ¿cómo estás? Y nos sentamos de rodillas frente a una mesa bajita.
La mirada de escrutinio de la Sra. Heavy Metal era imposible de sostener por más que sonriera a diestra y siniestra, por más que le apretara la mano a mi novio al punto de cortarle la circulación. Yo esperaba que comenzara el bombardeo de preguntas al que él y mi anterior novio habían sido sometidos por mi padre, pero no, con las suegras funciona de otra manera. Ella/ellos empezaron a hablar de… ellos. Yo me quedé encerrada en el tubo de ensayo de la indiferencia, tratando inútilmente de poder deslizar un comentario, meter mi cuchara y demostrarle a la familia Maiden que yo era una chica simpática, culta y digna de pertenecer al clan. Después de un par de intentos fallidos decidí cerrar la boca. No me duró mucho porque llegaron los aperitivos que no eran otra cosa que unos caracoles del tamaño de una ciruela. Uno para cada uno. Yo, que en mi vida había visto un molusco en mi plato y menos me había imaginado tener que comerlo, sentí terror. Comencé a sudar.
Mientras todos los demás, novio incluido, devoraban con placer el cuerpo gelatinoso de los bichos esos en salsa de soya, tuve miedo de desmayarme, caer sobre el biombo que nos separaba de otras mesas y hacer el ridículo más grande de mi vida. Así que caballero nomás, tomé un gran sorbo de mi vaso de Inca Kola y para adentro caracol. Para mi mala suerte, el molusco se me quedó atracado en el comienzo de la garganta y me comencé a poner roja como si regresara de una clase de spinning. Caballero nomás volumen dos, me tomé la gaseosa entera y el caracol fue bajando hacia mi estómago, con todo el asco que podía sentir. Me aguanté las arcadas y, solapa, me sequé la frente con la servilleta. Nadie se dio cuenta, pensé. Pero las suegras tienen ojo de pescado, 360 grados, por no decir cabeza de Linda Blair en el Exorcista, y esta me había estado observando durante todo el trámite. Con una mirada digna de Gloria Sawnson en “Sunset Boulevard” (ver foto), me alcanzó otro caracol.
- Sírvete hijita.
Me sentí como en esa escena de Blanca Nieves cuando la madrastra (esa palabra tampoco me gusta) disfrazada de bruja le alcanza la manzana a la despistada señorita del lacito rojo. Bajo el único hechizo del “no querer quedar mal” me tuve que comer ese segundo caracol, claro, no sin antes susurrarle a mi novio, odiándolo como nunca:
- Pásame tu Inca Kola.
- ¿Quieres otra Inca Kola? –gritó y yo lo odié más.
- Invítame de la tuya –le dije con el caracol en la boca, lo que hizo que mi voz suene bien Terminator.
La bebí y me pasé de un trago el segundo caracol. Mrs. Maiden sonreía desde el otro lado de la mesa mientras yo rogaba a todos los santos que ya pidieran la cuenta.
Y digamos que los dos años que siguieron no fueron una camita de rosas. Me tuve que soplar los jugos de papaya más espesos y dulces de mi vida (y eso que me encanta el jugo de papaya) cada vez que visitaba a la familia Maiden, los quejidos de la suegra al oído cada vez que llamaba al teléfono familiar (¿no había celulares en 1993?) como si le estuviera pidiendo un riñón, no solo que me pase con su nene, sus burlitas en público de mi ropa, mis palabras, mi gustos, mi risa, mientras que yo lo único que hacían era tratar de gustarle.
Me cansé, jamás iba a poder forzar algo que no existía. Pensé lo tonta que había sido. Le dije a Maiden que botara las camisitas al tacho, que me gustaban sus camisas de franela, sus polos, los chancabuques y que fuéramos de inmediato a Galerías Brasil para comprarme unos a mí. Por supuesto la Sra. Suegra no me quiso ni más ni menos. Vestida de “chica de mi casa” o como la doble de su hijito grunge, igual me detestó. Pero lo siento suegrita, Maiden me quería mucho y creo que de mis cinco novios el fue el que menos sufrió de mamitis. Así que mientras más nos molestaba, más nos rebelábamos. Las reprimendas de su mamá terminaron siendo nuestro afrodisíaco.
El día que nos ampayó besándonos en la sala de su casa, nos echó de un grito. Desde ese día solo entraba a casa de los Maiden a escondidas. Una tarde en la que me había escabullido en la habitación de mi chico, la escuchamos decir que por parar tanto con “esa chica” (yo) seguro lo iban a jalar en varios cursos. Desnudos en la cama, rodeados de pósters de Kiss, Iron Maiden (o sea, la foto familiar), Metallica, Megadeth y Sepultura, nos tapamos la boca para que no se escucharan nuestras carcajadas sobre la música del “In Utero” de Nirvana, y seguimos en lo nuestro entre risas. Nunca nos jalaron en ningún curso. Nuestra relación terminó antes de la graduación. Mi mamá y mis hermanas lloraron. Las tres adoraban a Maiden. No estoy segura de que la sra. Maiden haya hecho una fiesta, pero seguro tuvo otro motivo para odiarme, cómo no, por haberle roto el corazón a su hijo.
Un tiempo después me enteré que la mamá de Maiden tenía cáncer terminal. Sin pensarlo mucho, agarré el teléfono y la llamé. Le dije que esperaba que se sintiera mejor pronto, que se cuidase mucho y que rezaba por ella. Todo era cierto. Al poco tiempo murió. Lo sentí mucho; por ella, por su familia, por mi ex novio, por lo que habíamos compartido, así no hubiera sido del todo bueno. Me gustó haberme podido despedir a tiempo. Todos los cuentos tienen finales inesperados. Este terminó así. Ojalá mi ex suegra no me odie desde el cielo por escribir sobre ella. Señora, he escrito esto recordando con mucho cariño los dos años más felices de mi vida. Eso sí, no he podido volver a comer caracoles, ahora que me gustan, sin recordarla.
Pero el Grand Prix se lo lleva la mamá del novio que me siguió a España. Este chico sí que era la reencarnación de Edipo. Y su madre era Yocasta. Yo no entendía ese tipo de adoración. Menos, las veces que él me había repetido la famosa historia de su nacimiento, seguro inventada por su madre, quien contaba que la primera vez que lo vio él era de color “dorado”. Literalmente, estaba con un lingote de oro. La verdad, en parte tuvo razón porque resultó ser tremenda joya. Cuando el chico de los 18 kilates decidió largarse de Lima e ir en mi búsqueda, a la mamá casi le da un chucaque. Nadie, menos ella, entendía cómo su inmaduro, egoísta, infiel y caprichoso hijito se había convertido en el príncipe del cuento que deja su vida, cruza el océano (¡sí!, ¡lejos de ella!) para irse a vivir con una desconocida. Seguramente pensaba qué clase de pusanga selvática le había dado al bebe de la casa antes de entrar por la puerta de migraciones y largarme a España, para que a los tres meses él se apareciera por ahí, totalmente enamorado y bien dispuesto a quedarse conmigo para siempre. Cuando empezamos a tener problemas, mi mamá me aconsejó calma y que hablara con él, su madre le dijo que tomara el primer avión de regreso a Lima, pagado por ella, claro. ¿Qué creen que hizo? Se fue a la primera agencia de viajes que encontró.
Él se arrepintió en Lima y quiso volver. Yo dudaba, pero lo perdoné. Mientras esperaba que regresara a buscarme una vez más, su madre hizo un pacto con él, mejor dicho con don diablo. Cuando yo lo llamaba desde España, ella me decía que él se había ido a jugar su partidito. Cuando él me llamaba más tarde, me decía que había estado en el hipódromo (¿?). Una noche de sábado en la que no me contestaba el celular, llamé a su casa y la misma señora me dijo que estaba durmiendo. No le creí nada. Volví a llamar horas más tarde. Esta vez contestó su papá. Me estaba diciendo que había salido, cuando de pronto escuché la voz de mi suegrita susurrándole a su marido que me dijera que no, que se había ido de fin de semana a Huaral con sus amigos. Esa noche no dormí. Estuve angustiada todo el día siguiente dando vueltas en mi departamento como hámster en una ruletita. Muy tarde el domingo, sonó mi teléfono. Era él. Muy campante me decía que acababa de regresar de la playa.
- ¿De qué playa? –le pregunté tratando de que mi voz sonara lo más calmada posible.
- Ancón –me dijo, fresco como una lechuga hidropónica. Mi rabia no pudo más.
- ¡Tú y tu mamá son unos mentirosos de mierda! –grité antes de colgar.
No le volví a contestar. Pero la historia no terminó ahí. La señora que se había dado cuenta de que el único pendejo de esa relación era su hijito, me tendió una trampa meses después, cuando vine a Lima a visitar a mis padres por Navidad. Me llamó mi ex suegra y me pidió que fuera a verla, que quería hablar conmigo y que tenía algo que darme. Mi mamá me rogó que no fuera. Esa vieja te quiere engañar, me advirtió. Terca yo, fui directo a la boca del lobo, perdón, la loba. En la sala de su casa yo le explicaba las razones por las que no iba a volver con su hijo, cuando se paró de un salto al escuchar un motor y me dijo que me iba a dar algo especial. Lo que me dio fue el susto de mi vida cuando oí que una puerta se abría y vi a mi ex novio acercarse. La sucia treta de la suegra dio resultados. Los últimos, porque volvimos con un pequeño detalle en secreto: él estaba con otra chica. La vez que su madre me mintió a la cara (bueno, a larga distancia), mi ex se había ido efectivamente a Huaral, pero no con sus patas, sino con otra, con la que en ese momento estaba jugando de a dos. Cuando lo vi, esa Navidad, con ella, después de haberme pedido que me case con él, lo mandé a la mierda. Y a su mamá también.
A las suegras de este mundo habría que aclararles que nadie les está quitando nada, bueno, depende de la nuera. Que las hay posesivas y poco confiables, las hay. Pero también existen las madres sobreprotectoras que solo ven a través de los ojos de sus retoños, así tengan más de 30, 40 o 50 años. Creo que no hay un punto medio en el enjambre que son las relaciones emocionales tan fuertes y estrechas como la de una madre con un hijo. Acá los triángulos amorosos no funcionan. Y la nueva integrante del equipo, o sea, tú, estás en desventaja, por una simple razón: ella siempre estuvo ahí, tú acabas de llegar y quién sabe si te quedes.
Sin embargo, no puedo dejar de pensar que las suegras son madres y, como tales, estarán en el banquillo del acusado declarando inocente al hijo asesino. Así que antes de tirar una piedra más a las madres de ellos, me miro al espejo primero sin saber con certeza qué clase de suegra seré, si llego a serlo. Madre, de todas maneras. Solo espero, si conozco a la primera novia de mi hijo, no repetir historias pasadas de celos, muchas veces, absurdos. Esas que me hicieron patalear, pero que ahora me dan risa. Claro, esto lo digo ahora. Quién sabe en algunos años alguien me llame el monstruo de las siete cabezas a mí.
Total, la vida es circular. Qué miedo.
CANCIÓN PARA QUERER A UNA SUEGRA (ojo con el título de mi canción favorita de “Yo la tengo”)
ESTE VIDEO ES PARA MI SUEGRA FAVORITA: MI MAMÁ (Ella sabe por qué)
MI SUEGRA FAVORITA DE LAS MILES DE PELÍCULAS QUE NOS GUSTAN A MAMI Y A MÍ: SHIRLEY MACLAINE EN “LA FUERZA DEL CARIÑO”.
A VECES LAS RELACIONES CON LAS SUEGRAS SE CONVIERTEN EN LUCHA DE GIGANTES. ESTA CANCIÓN ES UN PEQUEÑO RECUERDO PARA LOS FANS DE NACHA POP QUE ESTAMOS DE LUTO POR LA MUERTE DE ANTONIO VEGA.
Gracias al equipo del Suplemento Mi Hogar de El Comercio por la entrevista que me hicieron en el segundo número de su edición especial. Y bien vestida por mi amiga y súper diseñadora Lucía Cuba.