Prohibido jugar con fuego
A mi mamá le gusta hacerme una pequeña visita matinal todos los jueves. Se sienta en la mesa a hojear alguna revista o a curiosear entre mis cosas, mientras yo corro de aquí para allá preparándome para salir al trabajo. Mientras, conversamos. Con la confianza de las mejores amigas que nos tenemos la Sra. Bisso y yo, le pregunté una mañana mientras me lavaba los dientes: Ma, ¿por qué no siento con este chico lo que siempre había sentido antes, cuando estuve enamorada? Su respuesta me dejó como si acabase de recibir una cachetada de ballena.EL DESEO PUEDE LLAMAR MUCHAS VECES A TU PUERTA, EL AMOR NO
La miré con el cepillo en la boca. Mi madre, que tomaba un rico café guatemalteco (el de La Antigua es el mejor) mientras contemplaba los altos techos de mi hogar barranquino, me dijo con la misma serena expresión que pondría al responder por qué le gustan más las aceitunas negras que las verdes:
- Debe ser porque no estás enamorada, hijita.
Casi me atoro. Estuve a punto de tragarme el cepillo de dientes. Mi madre tenía un punto. Ya saben, las madres suelen ser sabias.
- Claro que estoy enamorada –dije con una risita nerviosa, pero la duda ya estaba sembrada como una mina en terreno de guerra.
Antes, yo siempre había asociado al amor con esas relaciones apasionadas, electrizantes, dependientes, siempre al borde de la histeria. Podía compararlas fácilmente con pasajes modernos de novelas de romances épicos del siglo XIX en los que, cuanto mayor era el drama, mejor. El primer beso era para ser contado (para terror de los oídos de nuestros amigos) en no menos de 30 minutos por reloj –y no solo una vez, claro-, las primeras palabras dichas con las manos entrelazadas sonaban como ecos todo el tiempo estremeciéndonos al recordarlas, las muy tempranas promesas (esas, que deberían estar prohibidas), las caricias que te erizaban la piel cual gato asustado, todo cabía en el saco sin fondo de una pasión desmedida.
Si el sexo es “ahí nomás” las mentes ilusionadas lo convertien en “bueno”; si es “bueno” se vuelve sin ningún mérito extra por parte de la contraparte en “el mejor sexo de tu vida; si besa horrible, olvidamos mencionar este detallito; si no es guapo, la fantasía lo hacía churrísimo, si es guapo, ya es como para flagelarse con un látigo imaginario por no merecer “tanto”; y si el sujeto resultaba ser “algo” parecido a nuestro ideal mental de pareja, pobrecito, pasaba a ser “EL”. ¿”ÉL”? -preguntará alguien por ahí. Pues sí, ÉL, el nuevo galán, enamorado, novio, material para un futuro, próximo esposo y, más que seguro, padre de los gemelos que aún guardamos en alguna esquina almibarada de nuestras más ocultas fantasías infantiles.
No me considero la excepción. Con los sentimientos licuados, la melcocha saliendo por cada poro de mi ilusionado ser y la imaginación bien lejos del planeta tierra, ni los fuegos artificiales de Wong, los de las Olimpiadas o los del Mundial no jamás se compararían con ese remezón emocional que me hizo temblar, desear y querer con la misma intensidad con la que uno necesita respirar. Qué chispitas mariposa ni qué chispitas mariposa. Acá estamos hablando del poder de una rata blanca directo al corazón de anticucho remojado antes de ser metido en la parrilla de la realidad. ¿Jamás se me pasó por la cabeza esa certera y aborrecida palabrita: “obsesión”?
No. Porque a la gente le gustan las historias de amor y a uno le gusta vivir la suya.
Esta clase de amor temprano (si lo podemos denominar así, por respeto a quienes lo disfrutan) es un fuego que corroe por dentro y que, de paso, te hace hacer las cosas más disparatadas como escaparte de tu casa para ver al Romeo de turno por la simple razón de que no puedes estar “más sin él” (así hayan pasado solo veinte minutos), agarrar una bazuka y ametrallarlo con una fauna de peluches, comerte los dedos para no llamarlo cada cinco segundos y repetirle, una vez más, cuánto lo quieres, cambiar tu estatus en el Facebook, poner como foto de perfil su primera foto juntos y bien apachurrados, contratar un avioneta de esas que sobrevuelan las playas en verano con mensajes de “Te amo, Periquito” (lo he visto con mis propios ojos), regresar de pronto a esa habitación por la que solo pasabas para alimentarte llamada cocina y ponerte a hacer una torta de chocolate en forma de corazón y demás melcochadas inducidas por la ilusión, que yo no niego haber hecho en algún momento. Creo que todos tenemos insertada la melcocha de diferente manera en nuestro torrente sanguíneo.
No digo que para el sexo opuesto no pase lo mismo. Yo he estado en ambos lados y he visto cómo la ilusión de algún pretendiente creía como espuma, se multiplicaba como las hormigas en verano y ahí nos encontrábamos los dos, de la mano, a las tres semanas de conocernos hablando de lo suertudos que éramos al haber encontrado el amor. Si, como lo oyen: A.M.O.R.
Conclusión. Mayor exaltación de los sentidos equivalía a mayor amor. Pues no. Estaba equivocada. Muy equivocada. Lo único que hacía ese tipo de pasión descontrolada era convertirme en Verónica Castro en “Los Ricos también Lloran”, “María Emilia”, “Luz María”, o la heroína desdichada de su melodrama favorito en versiones uno, dos, tres y cuatro. Mientras duraba la pasión y llegaba la cordura, cometí muchos errores y esa es la razón por la que terminé en largas o cortas relaciones equivocadas.
¿Por qué equivocadas? Simple. En plena faena emocional uno no es capaz de separar un sentimiento del otro y ¡cataplum!, creemos estar enamorados hasta que llega un día lejano o muy cercano en el que nos encontramos sentados con una mujer a la que no amamos o de un hombre al que no queremos ver calato ni de casualidad, mientras los hijos de ambos abren sus juguetes de Navidad.
Si creen que soy cruel, el índice de separaciones y divorcios va en alza y muchas veces por haberse metido en una relación envueltos en la venda de lo que muchas veces es solo ilusiones o pasiones pasajeras que quizás nunca se convieron en amor. Es así, creo, como se crean parejas por inercia, se forman familias para las que algunas veces no hay un final feliz y una vez apagada la fogata, ninguno de los dos sabe por qué está ahí, al lado del otro, ya lejos de los recuerdos de esos días divertidos de revolcones contra los muros de ida y vuelta de la Vía Expresa.
Es común oír que es normal que la pasión termine, los estudios dicen que las endorfinas del amor duran menos de tres años. Yo no lo puedo certificar científicamente porque especialista no soy y tampoco he vivido un amor de tan larga data. Lo que sí puedo admitir es que yo idealicé a varios señoritos que luego fueron mis novios y todo terminó roto en pedacitos porque en vez de conocernos idolatrábamos el momento. Y de momentos no están hechas las relaciones, sino de decisiones.
Debe ser muy difícil decir: “lo que fue, no será nunca amor” y dejar ir una relación que de la pasión no pasará jamás, pero habría que tomarlo en cuenta.
Vuelvo a la mañana con mi madre. Ella tenía razón. La relación de la que hablamos no duró. Y yo no estuve enamorada como creía. Es más, no estuve enamorada. Si bien me costó olvidar la pendejada, olvidé rápido al sujeto. Y la realidad me dio en la cara al darme cuenta que ese chico ni siquiera me gustaba físicamente, de que no nos llevábamos tan bien como yo pensaba; pero, claro, eso lo supe luego, con la cabeza fría, y en buena parte por sus propios actos. La Sra. Bisso estaba en lo correcto y su impulsiva hija ha prometido ya no serlo, menos ahora, que vive feliz casi todos sus días. Lo diré siempre, no hay como los nuevos comienzos.
PD. (por si acaso) No digo que una relación que funcione no pueda comenzar de una forma impulsiva ni que no exista el “amor a primera vista”, seguro le ha pasado más de a uno. A mí no, la verdad. Yo todavía soy de la “ilusión a primera vista” o “deseo a la primera cita”, nada de amor en esos casos. Pero esa es solo mi experiencia, ustedes sabrán lo que viven o han vivido. El amor a primera o primeras vistas debe ser como un cometa, que pasa de manera extraña, muy rara vez. A ellos, una gran sonrisa. Me gustan las historias de amor sorprendentes.
Esta es una de mis escenas favoritas de Godard, en ella Anna Karina define el amor. Prohibido no ver “Alphaville”.
Dos amantes ocultos escapan y por primera vez se encuentran viviendo como una pareja de verdad. Anna Karina le dice a Belmondo:”Jamais je ne t’ai dit que je t’aimerai toujour” (jamás te dije que amaría por siempre), aún así es imposible no amar a Anna Karina.
Con su permiso aprovecho para regalarle a la Sra. Bisso una canción por su cumpleaños, una de esas que yo escuchaba a su lado en el Fiat dorado (eran los setentas) de mis padres. Feliz día, Ma.