Dos sorpresas más en Ginebra: un restaurante sin menú y buses sin cobradores
Mientras regresamos a casa, pasa el feriado en EEUU y ponemos en orden las conclusiones del congreso de cáncer, quiero compartir con ustedes éste par de anécdotas recogidas en Ginebra…
El hotel en el que estoy alejado en Ginebra queda en el centro de la ciudad. El centro de convenciones Palexpo, sede del Congreso Mundial de Cáncer de la UICC queda como a unos 15 kilómetros al norte y hay que tomar un taxi, el tren o el ómnibus de transporte público para llegar allí.
A unas cinco cuadras del hotel queda la estación de trenes y buses del centro, que como toda estación de servicios de transporte de una gran ciudad es un verdadero zoológico. Gente de todo nivel social espera su carro con paciencia, amas de casa con carritos de bebe, hombres de negocios con ternos de última moda, burócratas de la ONU, mochileros comiendo cualquier cosa, etcétera. Todos esperan allí.
Los buses pasan a horas exactas, como los relojes suizos.
La primera vez que subí al ómnibus sentí que algo faltaba. No había visto que el chofer cobre el pasaje (como los buses en E.E.U.U.) o que haya un cobrador adentro tipo combi o microbús; estaba inquieto, con la duda del que está haciendo algo por primera vez y no sabe qué va a pasar. En el paradero siguiente sube un amigo gringo que también iba al congreso y después de una breve conversación, dándose cuenta que era mi primera vez, me dice con el ufanamiento del que sabe de qué esta hablando: ¿sabías que el sistema de pago en el transporte público en Ginebra esta basado en el sistema de honor de la persona?.
¿Cómo es eso de honor? Le pregunté sorprendido.
Mira, me dijo, aquí la gente compra un pasaje mensual (con el precio de acuerdo a su itinerario de rutina) y lleva la tarjetita de pago de plástico en la billetera, y con eso puede subir a cualquier ómnibus o tren de Ginebra sin necesidad de mostrarla. Dicho sea de paso, a mí me dieron esa tarjetita en el hotel el día que me registré y me enteré luego que toda persona que se aloja en un hotel en Ginebra recibe una también; buena forma de alentar el uso de servicio público, pensé.
Eso si, me dijo mi amigo, en cualquier momento y de sorpresa, sube un empleado de transportes y empieza a pedirle la tarjetita a todo el mundo. Aquél que no tiene la tarjeta, tiene que pagar 80 CHF al contado en ese instante o 120 CHF si lo paga luego. ¡Wow! dije, increíble, y sin esperar respuesta mi amigo dice que es probable que alguna gente abuse del sistema, pero nos pusimos a pensar en la vergüenza y el bochorno que debe sentir una persona a la que sorprenden en público queriendo engañar. Aparte, un muchacho peruano a quien conocî en otro momento me dijo algo muy criollo: por no pagar 3 francos y hacerte al vivo, terminas pagando 120…
Al llegar al centro de convenciones comento como gran cosa el hecho con unos amigos y uno de ellos dice, cierto, eso me pasó esta mañana, el inspector empezó a pedir la bendita tarjetita a todos los pasajeros. En coro, todos le peguntamos si tenía la tarjeta y ella dijo, si, felizmente.
El sistema con este método es rápido, eficiente, y por supuesto, menos desordenado. Probablemente, como me dijo mi amigo, alguien engaña al sistema, pero se la está jugando.
Me preguntaba cómo funcionaría un sistema similar en el Perú. ¿Se imagina usted a micros, combis, buses y trenes funcionando bajo un sistema basado en el honor del pasajero?
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Esta es otra sorpresa de mi visita a Ginebra.
Al día siguiente de mi llegada, saliendo de la tienda en donde compré un chip para mi teléfono celular (para mí es la manera mas barata de comunicarme con E.E.U.U. y Perú para hacer mis programas de radio), veo a mi buen amigo, el Dr. Harold Freeman, almorzando al aire libre en un restaurante muy concurrido. Nos habíamos visto solo tres dias antes en Atlanta, en la reunión del directorio de la Sociedad Americana del Cáncer y nos alegró mucho encontrarnos de nuevo en un lugar tan lejano. Me invitó a su mesa y cuando vino el mozo, lógicamente pido el menú.
El Dr. Freeman se rió y me dijo “ni te molestes, en este restaurante no hay menú, solo sirven un plato”.
¿Cómo? le dije, ¿un solo plato? Sí, me respondió, un solo plato. ¡Pues qué vamos a hacer, pidámoslo! le dije y ordené el único platillo que sirven en el Café de París de Ginebra: el entrecote. Voy a tratar de describirlo.
Primero te sirven un pan francés mediano y luego de un rato te traen una ensalada de lechugas finamente picadas con un delicioso y simple aderezo de vinagre blanco y aceite de oiliva.
Luego te ponen una cocinilla de acero inoxidable con una hornilla y un material inflamable tipo cera en la base. Mientras tanto, por supuesto, te preguntan con qué quieres regar la comida.
Al rato, te traen un plato de papas fritas y el famoso entrecote, que no es más que una porción de carne semicruda (aunque debo reconocer que yo ordené la carne a medio cocer) en una deliciosa salsa amarillento-verduzca, que de acuerdo al mozo es secreta y patentada (me acordé de los aderezos secretos que supuestamente tienen los buenos pollos a la brasa). Otros comensales tenîan pedazos de carne completamente crudos.
A duras penas le pude sacar al mozo que la salsa tiene mostaza francesa, mantequilla, caldo de pescado (si, de pescado) y hierbas, pero me dijo que tiene mas de 20 ingredientes.
El entrecôte (del francés entre y côte- costilla) es un corte de carne de res de la parte de las costillas (se le conoce tambiên como rib-eye o Delmonico). La carne tiene un grosor de un centímetro y medio y su cocimiento empieza muy ligeramente dentro del local en un unas brasas de carbón y termina delante suyo en la cocinilla de alcohol. De acuerdo a lo que pude encontrar en esta página del Internet, y que a continuación transcribo, la “Salsa Café de Paris” (y es cierto que está patentada) es una mezcla elaborada con diferentes especias, licores y hierbas aromáticas en un total de veinticuatro ingredientes, todas ellas juntas en mantequilla semifundida. La salsa no es de origen francés sino suizo y lleva el nombre de un restaurante de Ginebra.
La salsa comienza su historia en 1930 cuando la propietaria del Restaurante “Coq d’Or” en Ginebra, Madame Boubier, junto con su hija, inventan la salsa y la incluyen en las carnes que sirven en el local. La hija se casa posteriormente con el propietario del local “Café de París” (número 26 de la rue du Mont Blanc) denominado Freddy Dumont en el año 1941, y éste adquiere el conocimiento de la elaboración de la salsa.
Para un restaurante que solo sirve un solo platillo, la demanda es enorme, tanto adentro como afuera del establecimiento. La gracia cuesta 40 CHF (aproximadamente 40 dólares) más las bebidas.
El platillo es delicioso.