El vuelo más triste de la historia peruana
La primera fotografía del avión de Lansa, caído en el Cusco, la tarde del 9 de agosto de 1970, se publicó en El Comercio Gráfico, al día siguiente. Fue una imagen triste, desgarradora, fría. Cuarenta años después, recordamos los detalles de esta tragedia, que dejó un saldo de 99 muertos y, aunque parezca increíble, un milagroso sobreviviente.
El accidente
Cuando apenas había partido del aeropuerto de Quispiquilla, en el Cusco, un motor empezó a fallar. Un minuto después, el segundo motor también lo hacía. A las 2 y 48 minutos de la tarde, el avión “Túpac Amaru” de la compañía Lansa, un cuatrimotor Lockheed, tipo Electra, con placa OBNR-939, se precipitó a tierra.
Fueron 92 pasajeros y 7 tripulantes las personas fallecidas… aunque una versión no oficial indica que la víctima número cien habría sido una niña campesina, a quien le cayó encima parte del fuselaje de la nave que salió disparado tras el impacto.
Según testigos, el avión intentó aterrizar en un claro, y luego trató de volver a la pista de aterrizaje. Lamentablemente se golpeó con una arboleda de altos eucaliptos, para finalmente estrellarse en la meseta de “Mamahuasi”, en la localidad de San Jerónimo. Se fragmentó por completo, salvo la cola y el timón (cabina), que resistieron el violento choque.
Así lo muestran las reveladoras fotos de Alcides Lechuga, reportero gráfico de El Comercio. Este diario informó, el lunes 10 de agosto, que el avión había retornado de Lima a las 2 de la tarde, con 80 pasajeros, y que no hubo ningún problema.
Entonces el “Túpac Amaru” reinició el vuelo, con el mismo piloto, 46 minutos después. Lo pilotaba el comandante Carlos Callegari Morin, de 44 años, quien dejaría de ver para siempre a sus siete hijos. Había, además, un copiloto, dos ingenieros de vuelo y tres aeromozas. Además, un “tripulante extra”, el piloto en preparación, Juan Loo Lock, de 31 años, casado y con una hija de cinco años.
Tras el colapso, los cuerpos, muchos de ellos mutilados, quedaron regados a lo largo de un kilómetro, entre los arbustos, el barranco y un riachuelo cercano a la meseta.
Las víctimas
Entre los desafortunados pasajeros figuraban 67 estudiantes norteamericanos que estaban pasando vacaciones en el Perú y habían llegado al Cusco el miércoles 5 de agosto para conocer las ruinas de Machu Picchu. La mayoría era del programa de intercambio cultural International Fellowship.
También había un pequeño grupo del colegio Sophianum, de Lima, se trataba de dos alumnas norteamericanas del mismo programa de intercambio, Paula Hankis y Ann Stancell, quienes habían llegado al Perú el 20 de julio, así como dos alumnas del mismo colegio, Amada Bell Gamero (3er. año) y María Luisa Puyó (5to. Año), así como la hermana de esta última, también ex alumna del Sophianum.
Los restos de los 67 estadounidenses, que apenas tenían entre 14 y 20 años, fueron embalsamados y luego transportados en un avión fletado a Nueva York y desde allí a sus respectivas ciudades. Ellos habían sido “adoptados” por familias peruanas por unas semanas. Luego hubiesen vuelto el 1º de setiembre a su país, y posteriormente, sus pares peruanos hubiesen hecho lo mismo en tierras norteamericanas.
Hasta el jueves 14, cuatro días después del accidente, se habían identificado 35 cadáveres, gracias a las fichas de odontogramas llegadas desde Estados Unidos. El proceso de identificación se realizó en la Morgue Central de Policía, donde también identificaron a tres peruanas: Delia Chanco Estela, Patricia del Solar y Milagros Urbina.
El lunes 10, El Comercio publicó un comunicado de la compañía Lansa, en el que se dio a conocer la relación oficial de las víctimas. Allí se supo que había muerto la hija menor del ex alcalde de Lima, Luis Bedoya Reyes, la señorita Marisol Bedoya de Vivanco, de apenas 16 años.
Su cuerpo fue identificado recién el martes 11, y velado en el Cusco, en la casa del ingeniero Alfredo Díaz Quintanilla, ex alcalde de esa ciudad, y amigo personal de la familia. El miércoles 12, los restos fueron traídos a Lima y velados en la iglesia de Santa María, en Miraflores, donde se ofreció una misa de cuerpo presente. El cementerio de La Planicie fue su último refugio.
El sobreviviente
Pero hubo un hombre que se resistió a morir: Juan Loo Lock. Estuvo en coma en el Hospital Regional del Cusco, resistiendo a la muerte con quemaduras de segundo y tercer grados en el cuerpo y en el rostro. Mientras Loo luchaba y sus familiares rezaban por su vida, en Lima los allegados de las víctimas, resignados, esperaban impacientemente los restos de sus seres queridos. No tenían nada más que hacer.
Loo tenía cerca a su madre, doña América Lock, y a su joven esposa Patricia, ambas esperanzadas en su recuperación. El capitán trabajaba para Lansa desde hacía algunos años, pues se había titulado de piloto en la Escuela de Aviación Civil de Collique, y ya había realizado algunos vuelos hacia el Cusco. Ingeniero de profesión, Loo se estaba preparando para pilotear un avión similar al modelo Electra.
El jueves 13, a las 3 de la tarde, el aviador herido llegó a Lima en un primer avión de Lansa, rodeado de tres médicos, que no lo dejaban ni un segundo solo. En dos vuelos más de Lansa llegarían los restos de las víctimas, envueltos en bolsas negras. Pero el capitán Loo fue recuperándose poco a poco. A diferencia de su mal estado en el Cusco, en Lima mejoró. El limeño de origen chino fue internado en la Clínica Internacional, y atendido por los cirujanos plásticos Guillermo de la Puente y Marco Antonio Garcés.
El único sobreviviente se curó rápidamente, a pesar de las graves quemaduras. Al cabo de unos meses, volvió a ser casi el mismo, pero se recluyó en el silencio. Nunca quiso declarar a la prensa. Ni aun hoy. Actualmente, sus hermanos viven en La Molina, en Lima, pero él decidió emigrar hace tiempo y hoy, a sus 71 años, vive en la ciudad de Miami, Florida, tratando de olvidar su propia pesadilla.
Casos dramáticos
Suele decirse que la gente presiente su muerte. Delia Chanco Estela, una de las víctimas, fue una prueba de ello. O al menos eso se deduce del testimonio de Bertha Chanco, quien contó a El Comercio Gráfico que su hermana, oficinista de profesión, radicaba en Chicago, Estados Unidos, había llegado a Lima de paseo el 26 de julio, para pasar Fiestas Patrias con la familia.
Estaba decidida a viajar por el Perú para luego contarles a sus amigos estadounidenses lo hermoso que era su país. Estuvo en Ilo, Moquegua y Arequipa. Junto a su hermana Bertha, precisamente, llegó al Cusco para admirar Machu Picchu.
Bertha decidió regresar a Lima el sábado 8, un día antes de la tragedia. Pero Delia no quiso. Por alguna razón se quedó, pero con un temor que su hermana reveló en su momento: “Antes de despedirme el sábado, Delia me dijo que tenía temor de viajar en esa línea y me confirmó que llegaría el lunes por otra compañía”. Lamentablemente eso no sucedió, y Delia abordó el fatídico “Túpac Amaru”. Nunca supieron por qué subió al avión, cuando ella misma había expresado recelo y anunciado que recién el lunes regresaría.
Otro caso es el de Luzmila Vargas, viuda de Retamozo. Hacía poco más de dos meses que la señora Luzmila había perdido en el terremoto de Yungay a su esposo y a su madre. Y cuando empezaba a recuperarse al lado de su padre, le dieron la noticia de que este, don Wilfredo Vargas, estaba en la lista de las víctimas.
Ella lo imaginaba en su casa del Cusco, tranquilo, reposado, pasando un domingo serrano de radiante sol. Sin embargo, don Wilfredo decidió darle una sorpresa a su hija y verla el domingo…Pero nunca más la vio. Luzmila tuvo que batallar sola desde entonces con sus cuatro hijos a cuestas y una hermana menor que cuidar. En solo dos meses, quedó sola, con la esperanza a kilómetros de distancia.
Mucho dolor hay para contar. Una muy penosa es la de una familia española, formada por Jesús Vicente Letamendía, su esposa Rosa María Urra Zarqueta, y sus pequeños hijos Miren (un año) y Erikata (8 meses). La pareja era misionera cristiana y había fundado en el Cusco la Asociación Benéfico-Cristiana – Promotora de Desarrollo, cuya sede central estaba en España, con un fin claro: enseñar a trabajar a los campesinos, capacitarlos y darles herramientas para que mejoren su calidad de vida.
Los pequeños de la familia Vicente Urra habían nacido en el Cusco. Allí instalaron un taller donde enseñaban mecánica y otras tareas. Se dirigían a Lima en el avión de Lansa porque habían salido de vacaciones y el 17 de agosto debían estar en España. Lo extraordinario fue que esta familia de fe cristiana no sufrió casi ninguna quemadura, fue la única que no se carbonizó. Murieron por los golpes de la colisión.
En El Comercio se publicaron muchas fotos de las víctimas, previas al accidente, entre otras las de Raúl Leonidas Jibaja y Juana Gloria de Jibaja, quienes el sábado 8, en la víspera, habían contraído nupcias. Al día siguiente, los flamantes esposos tomaron el avión de Lansa. El destino acabó su matrimonio en apenas 24 horas.
Otra imagen que se apreció en las páginas de este diario, en los días posteriores, fue la de la aeromoza Lizbeth Hidalgo, quien posó en las escalinatas de la nave, y le llegó a decir al fotógrafo que “esta va a ser mi última foto”. ¿Premonición? ¿O una frase cualquiera? Todo quedó en el misterio.
Causas
Lo que no fue un misterio fueron las razones técnicas del accidente Se crearon hasta dos comisiones investigadoras, una presidida por el Mayor FAP Anselmi, designada por la Junta Permanente de Investigación de Accidentes de la Dirección General de Aeronáutica Civil. Y la otra, designada por el Gobierno central, presidida por el Mayor General Fernando Miró Quesada.
Lansa trajo, ciertamente, expertos en aviones Electra de Estados Unidos, para trabajar en coordinación con la Dirección General de Aeronáutica Civil, con el fin de saber por qué cayó el Lansa.
Fuentes de esta compañía aérea detallaron los hechos. Se determinó que la nave había partido con 91 mil libras, 5 mil libras menos que las autorizadas para el vuelo Cusco-Lima. Con ello se descartó el sobrepeso. También se determinó que recién a mil pies de altura, el piloto habría detectado la falla de uno de los motores. En esas circunstancias, según los expertos, el piloto tenía hasta tres opciones:
1.- Dirigirse de todas maneras a Lima, con los tres motores turbo-hélice, que aún funcionaban y avisar de su situación a la Torre de control en la capital
2.- Hacer un giro y retornar al inicio de la pista de aterrizaje.
3.- O, en un caso de más urgencia, hacer un giro cerrado y aterrizar por el final de la pista.
El piloto habría tomado esta última decisión. Y fue fatal.
(Carlos Batalla)
Fotos: Archivo Histórico El Comercio