Aprender a guardarse
La experiencia de la meditación debiera ser como la de bañarse, casi un compromiso diario con el viaje interior, una condición previa para salir de casa. No se trata de una técnica de ensoñación sino de conexión con el aquí y el ahora, con el yo profundo (que es el que no piensa) y con el silencio que fluye y calma.
Algunos proveerán de mantras que sirvan de vehículos para el viaje, otros centrarán toda su atención en un vocablo inventado, en el ruido de una fuente plácida y cercana o en la vista de un objeto inmóvil. El hecho es que esa comunión se aprende de una instrucción previa muy precisa y muy corta. Existen algunas técnicas diferenciadas. Se aprende también de la práctica permanente, que logra efectos impresionantes sobre el cuerpo y la mente en el mediano plazo.
El Zen, el aquí y el ahora, que se aplica también al arte de la contemplación, sirve para alimentar la concentración en cada quehacer. Se da testimonio de niños que aprovechan mejor las lecturas y que sorben mejor del conocimiento y de adultos que adquieren la calma que la vida cotidiana impide conquistar.
Esos momentos son invalorables y deberían resguardarse de la vorágine de la vida moderna que nos tensa y nos aprieta. La meditación se suele practicar aisladamente en el cobijo de una habitación cerrada o en grupos sobre la alfombra o el césped. Como sea, ella y su persistencia ofrecen beneficios que solo los meditadores de meses y, sobre todo, de años conocen bien.
En la modernidad rige la prisa y la preocupación, se sobrevive más que vivir, el placer se carga con la tinta espesa de la culpa, se atiende con demasía al “qué dirán” y se circunscribe casi todo quehacer a la aprobación del otro. En ese trajín el hombre se pierde y se enajena.
Veinte o treinta minutos de absoluta libertad, de pacto con el ahora, de vida a secas, bastan y no más. Digo, bien nos sirve esta experiencia de quietud plena, que (por si ya lo pensó) no es el descanso habitual o mirar a las musarañas o el ocio sobre la hierba. Es más que eso, un camino hacia el interior al cual se llega con un plano. Veinte minutos, dicen, equivalen a seis horas de sueño ¿Será? Habrá que descubrirlo.