La noche de los poemas
Pedro lo observa, intenta disuadirlo. Pero el joven ya señaló su ruta. “Ella no volverá”, insiste. “Es una mujer hecha de humo, no volverá”. Mientras llora escribe y amenaza con darse fin. Tiene 19 o 20 o 21 años apenas. Pedro trata de contenerlo, explicándole que el mundo no concluye con un adiós.
El muchacho vuelca sus lágrimas en el papel. Pedro se acerca para tantear la escritura del joven poeta.
Abomino de los látigos que se vierten
como láminas en mi sangre
y mi herida poblada de odios.
No, no soy de este mundo,
solo he venido a peregrinar desde los hielos.
Tengo los ojos árticos.
Me trajeron sin una excusa formal
al infierno de los hombres.
Pero dado que me quejo
y mis pulpas han quedado a la vista,
debo decir sin mayor pompa:
es mi última palabra,
la que siembro en el linde
del abismo,
la que me contiene y yo contengo,
la que curvo como un ala rota
al pie de un viejo ciprés.
No está mal para su edad, piensa el hombre. El joven le recuerda a su hermano menor. Insiste en que Lidia se repetirá en las múltiples mujeres que asomarán en su futura existencia. El muchacho no le cree, solo ve el abismo tras sus ojos, tras Lidia. Todo adiós es un anticipo de la muerte.
Pedro sigue leyendo los poemas del muchacho:
Tu palabra socava el intestino,
monta al viento como una flecha,
relumbra al sol
como lluvia de ácido.
Para qué te voy a mentir,
si es de necios voltearle el rostro
a la medusa del crepúsculo.
Tu palabra
es la vieja colt envuelta en fuegos.
Por ella torno a las cenizas
y a las tardes siniestras.
Aquí cierro el telón,
limpio el cañón que vierte humos
en las neblinas solitarias.
Cierras la boca como un animal.
Tu palabra
hiende hoy mi ardiente sustancia.
Boca calibre 38.
Tu palabra de bruma.
A ella, en el denso gris de la arboleda,
… daré sepultura.
El muchacho no para de escribir. La poesía fluye de su pluma como un alegato contra su infortunio. No obstante se da fuerza en ella. Lidia asoma y se deshace en cada letra.
No busquen las causas en el whisky ralo
que raspa mi laringe
sino en la boca de la tierra
y en el fuego sacro que emerge de ella...
Pedro ignoraba si aquel era un buen o mal poeta, no había juicio válido ni lo hay en la apreciación de la belleza. Al final de todo logró persuadirlo. Lo animó a esperar. El muchacho atendió el rigor de su palabra y esperó. Pasaron los días, cada uno que sucedía al otro difería en su sustancia. El joven se recuperó, Lidia empezó a ser un recuerdo lejano. Tras ella llegó María y Juana y Ana… una playa azul, un premio, el amor intenso y extraño, los amores rejuvenecidos, locos, ensimismados o impíos. El definitivo, el cielo raso en celeste, la poesía alegre, el sol sobre el Atlántico, un beso…Se preguntaba por la boba razón que lo llevó al borde de la muerte alguna vez.
Esta historia de ficción que hoy les trazo envuelta en poesía también ficcional (poemas del autor al frisar los 20), nos ilustra sobre el terco y saludable hábito de la esperanza. Quizás una fábula. Solo eso.