La artista y el diván
Ella es una artista de dotes extraordinarias, sus exposiciones superan las expectativas de los críticos. Cada tarde llega a casa desde su taller. Él, su esposo, es un médico, socio de una clínica importante de Lima. En la noche, al promediar las siete la recibe sin entusiasmo. Él odia sus ojos encapotados siempre prontos a la humedad. Ella calla, él calla. No tienen hijos, tampoco palabras adecuadas para confrontar con la realidad.
Ella quisiera contarle sus cuitas, la dimensión de cada uno de sus desgarros, pero él no la escucha. Por eso le habla a la pared, al espejo, al silencio compacto de la noche. Recuerda cuando hacían el amor con ganas hasta que los muros clareaban y chillaban las bocinas como espanto de ratas. “La amistad es lo más importante” reclamaba ella. Él solo la besaba y calzaba sus deseos en el cuerpo de ella. Ella y él, ella menos él, ella…
La soledad de la urbe moderna, musita la mujer, tratando de comprender aquella necesidad fundamental de entregar su boca y más que su boca, sus palabras al primer desconocido que aparezca en el camino. Sabe que él no la escuchará, que cerrará los párpados, que huirá.
Por eso, ella se ha sentado en ese diván. “No tengo a quien contarle lo que es fundamental”, dice, mientras el psiconalista la observa quieto. “No tengo quien me escuche, divago mientras pinto, solo mis lienzos me oyen. En el taller cada uno vive en lo suyo, en las calles todos son troncos que se eluden inexplicablemente entre sí, nunca le hablo a los extraños, no tengo amigos, por eso estoy aquí”.
El doctor la escucha sin perturbarse. En ocasiones ensaya unas palabras, pero por lo general se presta como receptáculo de vocablos. Ella cree que, por fin encontró a su gran amigo. Con las semanas siente el alboroto de su corazón. Lo ama, lo ama a él más que a cualquiera. Quiere conocer su vida, ¿Será casado? ¿Tendrá hijos? ¿Cómo será su fin de semana y los detalles de su habitación y su historia?
Es, en definitiva, el amigo que buscó por años. “Amigo” sin más adjetivos, a secas, en su mayor pureza. Él la escucha, lo que es de por sí un milagro en aquella ciudad de agendas y relojes hipotecados. Espectros. El doctor presta sus oídos, pero no su vida. No está dispuesto a quebrar su ética. Ella no obtiene respuesta, solo los oídos atentos de un hombre de blanco que no transige por nada. Ella lo ama. Probablemente él no la ame. Ella le declara su amor, él le explica que el fenómeno que la afecta no es amor sino un proceso de contratransferencia. Ciencia sin corazón, fórmula boba. Freud es el enemigo de su nueva fe. El código de ética, un obstáculo, la indiferencia de él una jaula, su caso una estadística. “¿Y si él me amó?”, se pregunta en secreto.
Ella dará fin a la terapia. Volverá a su vida, pero jamás a un tramposo diván, siempre estuvo sola, seguirá sola, eludirá los troncos de la urbe. Se compra un maniquí, le habla, imagina que la escucha y que le devuelve las palabras en la quietud de la alborada. Le siembra ojos y orejas. No la juzga, no espera. La imaginación es un subterfugio que la rescata de la soledad y de la locura. Sabe que sin oídos no hay amistad, sin feedback no hay amistad y sin amistad tensa la yerma en el paisaje gris de su alma.
(Cierro el libro, lo devuelvo al anaquel de cedro, esta vez más dispuesto que nunca a escuchar a los demás, comprometido, sustancial, sin condición, sin medida, sin juicio, sin final)