Los engaños del orgullo
Lo llaman “falsa modestia”, pero definamosla por lo que es: “forzada posición en la que descendemos de nuestro nivel para satisfacer a los demás y eludir su antipatía”. Se expresa, a veces, en las excusas que ofrecemos para el “autobombo” o en la autoflagelante (y poco atinada) confesión de nuestra propia inferioridad.
Revelale al mundo la nimiedad de tu obra o de tus virtudes, señala que es escaso el fulgor y él festejará, pues lo suyo es la mezquindad. Dirás que es humildad, que es el don de la autenticidad más plena, comulgarás con él. Por el contrario, exhíbete a todas luces, declara las bondades de tu arte, abunda en palabras sobre tí, mírate al espejo, abraza un ligero e inofensivo egoísmo…Te caerá el universo con sus garfíos. Y es que la vanidad (bien sustentada, desde luego) es un agravio que pocos están dispuestos a soportar…(en los demás, claro está).
La experiencia de escritor me demuestra hoy que el mundo de “los demás” nos restringe a un papel insobornable, el del silente espectador de nuestros propios pasos. Alguien me escribe: “Se ve mal que le hagas cherry a tu propio libro en las redes, incluso así pierde valor e interés” (claro que el autor de esta frase tampoco está dispuesto a escribir sobre él).
Un experto en literaturas (así en plural) y que sabe más que nadie señala (sobre mi libro, disculpa al margen): “Es uno de los mejores libros de poesía que he leído en muchos años”. Un escritor muy de su oficio, tras leer la generosa crítica de un poeta mayor en un tabloide dice: “Extraordinario libro, estoy de acuerdo con el columnista. Debería tener mayor repercusión”. Una revista generosa me ilumina y me anima. Y no sigo ¿Ven lo que es el rubor? Por eso no sigo, y hasta podría alentar la mala crítica por seguir ¿Y qué tal si el poeta refiere el titulo de su libraco una y otra vez? ¿Por qué llamarlo “libraco”? ¿Para aligerar su disgestión (digo, la de usted) ¿Y si el poeta colecciona las ralas aunque buenas críticas y las pega a los ojos de los demás? Vade retro, ¡atrás!…
Claro que buscar reseñas en los diarios, hablar de sí mismo, elogiar sus propias letras “siempre se ve mal”. El escritor que resplandece en su interior (como el pintor, el actor, el escultor o el cantor) se debe oscurecer frente a los demás, bajar la cerviz, “ser él”, no hablar, no escribir, no aparecer, no ser y, finalmente, admitir su soledad, su desvinculación del círculo, de la tribu y, por tal, de la realidad. Hablar bien de sí podría ser peligroso, provocar rugidos, colmillos, mala leche y mal rigor.
Claro que este fenómeno no solo es propio de las letras, lo es también de la vida. Quien denigra de sus aptitudes es que aspira a la santidad, quien es ciego a sus talentos es un beato, la mujer que oculta su belleza al sol, la niega y vuelca el maquillaje en los desperdicios es una dama simple y natural, el estudiante que se coloca al ras y empata su ignorancia es un modelo de intelectual, el que se mofa de su propio intelecto es de los nuestros. Quien se mira feo, soso, bobo, infeliz, va acorde al mundo y siempre cae bien. En teoría el infeliz está más adaptado al mundo que el que es feliz (a tenor de los demás). “Se infeliz y serás nuestro amigo” reza una sentencia popular.
¿Reconoces estos versos?:
“Me celebro y me canto a mí mismo.
Y lo que yo diga ahora de mí, lo digo de ti,
porque lo que yo tengo lo tienes tú
y cada átomo de mi cuerpo es tuyo también”
Es Walt Withman celebrándose, nada menos. De hecho si no te amas, nadie te amará en representación. Dado así, si escribes un libro, pintas un cuadro, le das forma a una escultura o tienes el prodigio de la interpretación o, sencillamente si eres tú, sí, apenas eso, te vendría bien echarte atrás el lastre del insufrible rubor y darte a cantar a todo pulmón. Digo, nomás.