El escritor viejo
Hay dos formas de envejecer, la más sabia y proveedora, la de los genuinos maestros, y la otra.
Te preguntarás qué hay detrás de la frase, pues sencillamente una historia o, quizás, una fábula. En “Palabra de viento” de Grishawm, Paul Lavere es un escritor viejo que madura solo para su propia gloria. Egótico y pueril, Lavere juega todas sus fichas para él.
David Larsson es un joven escritor de la provincia que tiene la provisión por delante. De él es el futuro de las letras y Lavere lo sabe y por saberlo lo obstruye. Aquella novela auroral, “Palabras de viento”, que el joven le alcanza, nunca ha de ver la luz, porque el viejo escritor, líder del círculo de los Hipocampos, no admite que un bisoño narrador escriba mejor que él. Él es único, el Dios del Olimpo literario, amo y señor del círculo.
Como podrás intuir, en París, Larsson tiene el futuro vetado y roto el puente que lo conecta con el mañana. Pero, en sus 30, tiene la vida como patrimonio y migra hacia Madrid. Sabe que no hay profeta en su tierra, mas sí oscuras profecías.
Lavere ha reunido una importante obra, pero no es suya la gloria. Lo es el éxito y la foto, irrumpe en todos los eventos donde posan los grandes, se retrata junto a Camus. Todos lo conocen y el viejo festeja los aplausos que le prodigan las tribunas. Solo existen los “de arriba”. Los de abajo son figuras invisibles, espectros llamados a la extinción.
La historia es una guerra de egos en la abigarrada feria de vanidades literarias. Abundan los cuchillos y las comparsas. Lo cierto es que el tiempo hace lo suyo y corre raudo. Transcurren 70 años y Joan Larsson, hija de David, visita la tumba de su padre. Sí, todo empezó allí y culminó allí. La novela da inicio con las lagrimas de Joan y terminan en ese preciso punto. David Larsson atravesó lentamente el camino hasta tocar la gloria. Lo grande e imperecedero tiene un ritmo de desarrollo muy lento, acumulativo. Los pasos que siguen tal senda pueden ser imperceptibles, pero imprimen una honda huella que se puede solo ver en retrospectiva, desde el porvenir.
Lavere, por su parte, fue olvidado. Pese a que ilustró con jactancia los matutinos de Francia de mediados del siglo XX, se apagó tras su muerte, como se apagan las luces muy intensas.
La gloria tiene un trayecto que no se puede explicar, la fama es un pantallazo que se difumina. Al final, Larsson, en el Panteón, vigila los trayectos y aprendizajes de los jóvenes escritores del siglo XXI.