La memorable enseñanza
Todos me observan, las luces de las cámaras me roban la vista del panorama. “El Premio Nacional de Ensayo me cae como aro al dedo ahora que soy aspirante parlamentario”, pienso con pasajero pero vil cálculo. Pero me recupero y evado las garras del mal tentador. Vuelvo en mí y a la genuina razón que me llevó a escribir sobre el gran líder: la admiración.
El liderazgo anímico de Fernando Belaunde y su inspiración arquitectónica fueron mis temas en este concurso. Adquirí quince libros para cimentar la victoria y me la tomé muy en serio. Primer lugar… El Jurado célebre me saluda. Son personalidades eminentes. Antes, en el mismo acto, han condecorado con la “Distinción a los valores democráticos Fernando Belaunde Terry” a Luis Bedoya Reyes, Armando Villanueva, Francisco Miró Quesada Cantuarias y Javier Pérez de Cuéllar.
¿Qué hago yo allí? Me cuelo entre los grandes y por alguna razón me empequeñezco a la vez. Quizás sea el contraste, la insolencia de mi cercanía. Me extienden un diploma que abrazo como una condecoración. De pronto y con el pliego entre manos la vanidad me ahoga unos minutos. Quizás por eso mi mente divaga y vuela hacia años atrás….
Un adolescente acompaña a su madre a un supermercado. La cola es larga y detrás se acerca un hombre mayor que saluda, amable, a quienes le obsequian su saludo. Solo lo había visto por televisión, un estadista de esos que hoy se extrañan, honesto e íntegro hasta la médula. La madre del menor, ya cerca de la caja, le ofrece el lugar. Un hombre de Estado no puede agotarse en menudeos. Su espacio es la preminencia, pero el anciano se niega. Esboza una sonrisa y elige por destino el último lugar y allí en el último lugar se planta como un faro.
El joven, curioso, le insiste a su madre que le permita acercarse para saludar al gran hombre. Reta a su timidez y da algunos pasos hacia atrás para cercarlo. El hombre mayor celebra el gesto con un ademán. Es uno más en el gentío. No tiene seguridad ni armas, solo la mano franca que se tiende sin remilgo. El adolescente festeja que su mano haya alcanzado la del gran hombre.
El menor vuelve a su lugar, se siente impresionado por la magia del líder, repara que la grandeza comulga con la humildad. Retrocede unos pasos para volver, no se atreve. Muchas preguntas se aglomeran sin articulación. Nunca se pronuncian.
- Es importante verlo tan de cerca -musita el menor desde lejos, cubriéndose los labios para no ser escuchado. Se une a su madre e invita al hombre a adelantarse unos pasos en la cola.
El anciano se niega con amabilidad, es generoso en sus vocablos, se refiere a la paciencia y a la importancia de mantenerse en el lugar que corresponde, que es (según él) el espacio común, con la gente. Lo suyo es el llano y la paciencia. Juega con el humor, proyecta una suave benevolencia.
Un señor muy alto que aguarda adelante le insiste en que salte sus pasos, la madre del niño asiente y pronto las voces se tornan en multitud. El anciano se resiste al honor, se ancla en el final. Cuenta sus magros billetes, no se pavonea, viste sin ornamentos.
La madre susurra algunas palabras en el oído del niño: “Ojalá todos los políticos fueran como él”. El niño captura la frase como quien imprime una huella en el tiempo. “Fue uno de los presidentes más honrados que hemos tenido”, añade la mujer.
Vuelvo al presente…
Oigo el rumor del aplauso y los susurros de una multitud de voces. Recibo el premio y me interrogan si es que alguna vez conocí a Fernando Belaunde y respondo que Sí, en una ocasión. Luego me invaden por los flancos: “¿Y qué enseñanza obtuvo de él?”. No entro en detalle del único y breve encuentro que el azar me proveyó… Solo me animo a contestar: “Quizás la más importante de todas”.
Y así fue.