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No me como el cuento del gen ultraegoísta ni el extremismo de Ayn Rand. Habita en mí una partícula de fe que concibe las relaciones humanas más allá de cualquier condición o utilitarismo.
Visto bien pareciera que el Hombre es un animal voraz y que en toda circunstancia ve para sí, que es una forma de excluir a los demás. No niego la naturaleza y que como tal es, así a secas, simplemente “es”. En buena medida, ese egoísmo enrazado ha llevado a la humanidad hacia el progreso. Egoísmo es el de Leonardo y Rafael como lo es el de Galileo y Marconi. No hay en la invención y el arte más materia que la vanidad y la gloria.
En cada transacción radica también una utilidad, el que compra desea el bien y el que vende el dinero. Motivación primaria y vital es la que asegura al yo una buena parte de la ganancia. El servicio como tal es, así, una excepción, un ápice de grandeza, un brote de humanidad que se satisface con la caridad y la felicidad del otro, una letra al margen después de todo.
Si una relación se cubre bajo el manto del egoísmo y la utilidad ella es una cáscara. El contenido lo ofrece la gratuidad, la entrega sin condición, el amor, que es esa sustancia que no espera y que todo lo cree. En ese “resto” de lo que, en verdad somos, es que reposa nuestra grandeza.