Historia de amor en cuatro poemas
Esta es, desde luego, una historia real, muy antigua. Ella y él. Solo eso. Corre 1943. Ella y él se cruzan en la alborada. El sol acastaña los cabellos de ella, él la mira y se acerca. Hablan. La historia de ambos toma el camino conjunto de una promesa.
Él le promete un poema. Ella es su musa, pero no la abrazará hasta cumplir con el designio, los versos que le prometió, los versos claves, los versos que él le empieza a deber. Pero debe marchar. La Europa de la guerra lo espera. Apenas logra escribir:
“Vengo al hogar que no será habitado
Jamás habrá voces ni memorias en él.
He paseado por sus patios
que no han sido levantados,
no viviremos en él.
No habrá una pérgola de esmeraldas
Ni barandas ni balcones ni zócalos
Ni humeará el bizcocho de las seis.
Miro los ojos de los hijos que no vendrán,
Ellos brincan y giran y sonríen
Hay briznas de rocío y humedad.
Hubo ciudades que fueron levantadas
Y otras que no se erigirán.
Hay salones sin promesas
Sin ruinas sin caminos sin niñez.
Echarán cartas
que nunca llegarán.
He venido al hogar que no será habitado,
les vierto vocablos a sus muros trizados
a sus quebrados aleros
a sus penumbras densas
a su sillería de ébano,
a la bruma de su lecho
al sombreado tálamo
sobre el cual…
no te dormirás”.
Al decir verdad no se los llega a entregar. Son versos apesadumbrados, pesimistas y él le debe a ella algo más, una luz en medio de las tinieblas, una sonrisa de papel. Pero ya es tarde. El telegrama le anuncia la partida. La guerra se cierne sobre él. Debe pronto embarcarse en el Atlántico. Ensaya el único poema que le puede dedicar:
“Adiós.
Para siempre adiós.
Viajeros de ida,
simplemente extraños.
Amor, siempre los adioses.
Es inútil combatir
los linderos del abismo.
Punto de agujas
Remotos arcanos.
Distantes barrios,
disímiles voces,
tu cuerpo yerto desdoblándose
en extraños territorios.
Es muy tarde, adiós.
Vierto mis humos arqueados
por las calles moribundas.
El océano ya no tiene tus ojos.
Eso es todo.
Adiós”.
La separación es un imperativo, lo demás es un engaño. Él parte hacia su destino. Los años transcurren lejos, pues finalmente remotos y trágicos son los amores, esos amores que truenan y trizan. Pero la deuda lírica continúa. Él recuerda el beso que no le dio, apenas lo imagina, nunca fue, nada fue, hija ardiente de una extraña visión. Apenas eso. Lo suyo fue solo bocetar la tarde, sus ojos vivos, sus alas quebradizas. Ave fugitiva. 1950, 1951…1960. Ella y él ya no son ella y él. Cambiaron los tumultos de las risas y todas las razones. Los rumbos se parten como las alas de un pájaro. Él entonces escribirá:
“Tenía que escribirte ese gran poema a su debido tiempo.
Pero me casé,
Tengo un jardín con pileta,
un jarrón de lilas
tan de amor una cuneta
una mujer,
unas fotografías
que cuelgan en un pasadizo.
Construí una casa con patio
donde corretean los niños
los olivares cansinos
los gatos erizos.
Es una calle extensa,
tanto como si se la tragara una boca
al filo de la última casa.
Ya no escribo.
No se me es perdonable,
ese gran poema que siempre soñaste
los vocablos azules
los empinados versos
Dormita la barca,
duerme el trigo.
Y ya no escribo.
Eso es todo.
Tengo un sillón, un relicario, un reloj de armario.
Hago el amor sin ganas a media tarde
guardo en la memoria
los libros curtidos
entre telarañas deshojados,
los calendarios fugitivos.
Beso a mi mujer con el desayuno en la boca
Enterré cinco perros
y río todo el día como un idiota.
A veces pienso
que tú también tienes un sillón,
un relicario y un reloj de armario
y que haces el amor sin ganas
a media tarde.
Tenía que escribirte ese gran poema a su debido tiempo
…pero me casé
y tengo un jardín con pileta”.
1975. Es tarde. Ella vive, con certeza, en alguna ciudad de América. Él habita una buhardilla europea. Se quedó solo finalmente y su rutina es agolpar la memoria en las tardes. Ha enloquecido, ya está viejo, pero la aguarda sin argumentos. Se pasa las mañanas divisando las sombras que se arremolinan en la alameda, quizás ella, quizás. Escribe como colofón los versos que le prometió:
Tenía en mente una frágil gacela
con ojos de lumbre y color de papel.
Está llorando,
no la ve venir.
Son las diez.
Quiere ser la polvareda translúcida,
la noche sucedida,
la aurora que declina,
la agonía.
Ser la piedra que se erige
y luego se destruye
o el abismo
que es eterno y vano.
Ser un ojo
devorado por un mito,
una lengua muerta,
un cóncavo cuerpo corrompido,
un perfume vertido al viento,
una palabra.
Abre los ojos
a la hora que se cubren los espejos.
Ella no volverá.
Se tiene por un árbol hendido por los siglos.
Así morirá,
y el tiempo se olvidará de su obra.
Sabe que le debe algo más, los poemas más excelsos. Se vuelca al papel y lo intenta una y otra vez, ese gran poema, ese gran poema, ese gran poema….