Juan Ramón Jiménez y su amada Georgina
Corría 1904 y el poeta español Juan Ramón Jiménez (que llegaría a alcanzar el Nobel literario en 1956) componía sentidos poemas de amor. Ya su fama de creador superaba fronteras. Un día recibió una carta, era desde Lima, una admiradora de ultramar que, con tierna delicadeza, le expresaba su admiración y le rogaba algunos libros imposibles de conseguir en su remota ciudad. El poeta, enamoradizo, se rindió de inmediato a la desconocida dama y se embarcó en una apasionada dinámica epistolar.
En realidad, Georgina Hubner era una dama imaginaria. El autor de las cartas a Jiménez era el travieso poeta José Gálvez, quien con la colaboración de un amigo, creyó que la única manera de acceder a los libros del español era usurpando la identidad de una bella joven peruana.
El romance subió de intensidad y la lírica del poeta encontró una fabulosa musa en la encantadora Georgina. Él le escribía y ella le respondía con devoción. El amor parecía encender la tinta y el papel. Galvez y su compinche reían y tramaban las letras de cada nueva composición epistolar, mientras el burlado poeta ensanchaba su dicha con las respuestas del correo. Era feliz y mucho. La misteriosa y amada mujer crecía como un mito, como un portento y Jiménez asumió que estaba destinado a conocerla. Por tal razón, decidió viajar a Lima y ajustar las tuercas de su bella relación. Le escribió a Georgina anunciando que llegaría a Lima. “¿Para qué esperar más? Tomaré el primer barco, el más rápido, que me lleve pronto a tu lado. No me escribas más. Me lo dirás personalmente, sentados los dos frente al mar o entre el aroma de tu jardín con pájaros y lunas…”, escribió.
José Galvez y su amigo entraron en pánico, habían llegado demasiado lejos y tramaron una mentira tan grande y burda como la original, hicieron llegar al vate a través del Consulado peruano un telegrama que decía: “Comunique al poeta Juan Ramón Jiménez que Georgina Hübner ha muerto”.
El poeta lo creyó y quedó devastado. Escribió el gran poema que pueden leer debajo (en el anexo). Su luna se trizó como un vaso y sus esperanzas se colaron como hilachas en los ojos.
Algún tiempo después supo de la broma y se erizó, estalló en ira, pero el tiempo aligeró las cargas y el trance pasó al oscuro almacén de la memoria. Ya mayor, Juan Ramón Jiménez reconocería con jovial sabiduría: “No importa. Georgina existió para mí en un momento en que mi poesía la necesitaba. Ella fue inmortal en aquel momento”. Imposible, improbable, inasible o ideal, la amó y eso es lo único que importa, lo que trasciende a la ilusión, a la verdad, a la vida, a la muerte y al destino.
Anexo:
Carta a Georgina Hubner en el cielo de Lima
Juan Ramón Jiménez
¡Has muerto! ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Qué día?
¿Cuál oro, al despedirse de mi vida, un ocaso,
iba a rozar la maravilla de tus manos
cruzadas dulcemente sobre el parado pecho,
como dos lirios malvas de amor y sentimiento?
… Ya tu espalda ha sentido el ataúd blanco,
tus muslos están ya para siempre cerrados,
en el tierno verdor de tu reciente fosa
el sol poniente inflamará los chuparrosas…
¡Ya está más fría y solitaria La Punta
que cuando tú la viste, huyendo de la tumba,
aquellas tardes en que tu ilusión me dijo:
“¡Cuánto he pensado en usted, amigo mío!”…
¿Y yo, georgina, en tí? Yo no sé cómo eras…
¿Morena? ¿Casta? ¿Triste? ¡Sólo sé que mi pena
parece una mujer, cual tú, que está sentada,
llorando, sollozando, al lado de mi alma!
¡Sé que mi pena tiene aquella letra suave
que venía, en un vuelo, a través de los mares,
para llamarme “amigo”… o algo más… no sé…algo
que sentía tu corazón de veinte años.
Me escribiste: “Mi primo me trajo ayer su libro”..
¿te acuerdas?- y yo, pálido: -“Pero… ¿usted tiene un primo?”
Quise entrar en tu vida y ofrecerte mi mano
noble cual una llama, Georgina… ¡En cuantos barcos
salían, fue mi loco corazón en tu busca…
y creía encontrarte, pensativa, en La Punta,
con un libro en la mano, como tú me decías,
soñando, entre las flores, encantarme la vida!…
Ahora, el barco en que iré, una tarde, a buscarte,
no saldra de este puerto, ni surcará los mares,
irá por lo infinito, con la proa hacia arriba,
buscando, como un ángel, una celeste isla…
¡Oh, georgina, georgina! ¡Qué cosas… Mis libros
los tendrás en el cielo, y ya le habrás leído
a Dios algunos versos… Tú hollarás el Poniente
en que mis pensamientos dramáticos se mueren…
desde ahí tú sabrás que esto no vale nada,
que, salvado el amor, lo demás son palabras…
¡El amor! ¡El amor! ¿Tú sentiste en tus noches
el encanto lejano de mis ardientes voces,
cuando yo, en las estrellas, en la sombra, en la brisa,
sollozando hacia el sur, te llamaba: Georgina?
Una onda, quiizás, del aire que llevaba
el perfume inefable de mis vagas nostalgias
¿pasó junto a tu oído? ¿Tú supiste de mí
los sueños de la estancia, los besos del jardín?
¡Cómo se rompe lo mejor de nuestra vida!
Vivimos… ¿para qué? Para mirar los días
de fúnebre color, sin cielo en los remansos…
para llorar, para anhelar lo que está lejos,
para no pasar nunca el umbral del ensueño,
¡ah, Georgina, georgina!, para que tú te mueras
una tarde, una noche… ¡y sin que yo lo sepa!
El cónsul del Perú me lo dice: Georgina Hübner ha muerto”…
Has muerto. Estás, sin alma, en Lima,
abriendo rosas blancas debajo de la tierra.
Y si en ninguna parte nuestros brazos se encuentran,
¿qué niño idiota, hijo del odio y del dolor,
hizo el mundo, jugando con pompas de jabón?