Intensidad
Nunca entendí bien la cultura light, la vida a medias, la pasión de una sola brocha, el beso que apenas toca o el abrazo que se disuelve como agua entre las nieblas. Tampoco el imperativo de sobrevivir paladeando con cuidado ni los amores a medias ni las amistades a medias ni los ropajes que cubren ni las conciencias tapadas.
La pasión es locura y la locura extremos y los extremos peligro y el peligro entrega. Es una manera digna de vivir aún con la serenidad en el gesto y en la contemplación por hábito.
Hombres que no devoran, cuyo bocado representa una obligación, poco sirven para vivir. Quien se aquieta por temor, no tributa el goce a la velocidad y se esconde de los riesgos, apenas vive.
Y no es una loa a la vida loca y al desenfreno sino a la intensidad del que ama, come, bebe, lee, besa, rie, mira e, incluso, ora. Porque no se crea que esta es una opción para el mundo, también lo es para la fe, una fe que si no comulga con la pasión ni el éxtasis, es una fe lánguida que se adormece.
No es una proclama de Marinetti, es, por el contrario, un zarpazo a los que dormitan entre hamacas frente a las brasas del sol, ante el mar de soberano azul que el sueño los cerrados parpados se niegan a ver.
Creo que la mejor vida es la que se vive sorbiendo todo con pasión y la que con pasión y enardecida fe toca a la divinidad, extraña y compleja contradicción. Creo que, aún, en las maneras de morir, la medianía es una injuria contra la vida que se vivió. Digna la muerte del héroe o la de aquel que se aventura fatalmente como en los poemas de Byron.
Digo nomás.