Los poemas de la (auto) destrucción
Hace unos días publiqué para el olvido infinito de mis lectores unos versos inéditos a los que titulé “Camino a Itaca”, que es el regreso a casa. Después de todo ¿Quién no extraña a sus hijos desde la lejanía? (si fuera el caso).
Esta vez ensayo estos versos rápidos en honor al nihilismo, a aquellas situaciones extremas en las que el vacío y el espesor de la oscuridad tientan. La flor es la flor, la piedra es la piedra y solo lo efímero inspira a su supremo guardián: el poeta.
Poemas a la luz de una vela
Paso uno
Tu palabra socava el intestino,
monta al viento como una flecha,
relumbra al sol
como lluvia de ácido.
Para qué te voy a mentir,
si es de necios voltearle el rostro
a la medusa del crepúsculo.
Tu palabra
es la vieja colt envuelta en fuegos.
Por ella torno a las cenizas
y a las tardes siniestras.
Aquí cierro el telón,
limpio el cañón que vierte humos
en las neblinas solitarias.
Cierras la boca como un animal.
Tu palabra
hiende hoy mi ardiente sustancia.
Boca calibre 38.
Tu palabra de bruma.
A ella, en el denso gris de la arboleda,
… daré sepultura.
Causa primera
Abomino de los látigos que se vierten
como láminas en mi sangre
y mi herida poblada de odios.
No, no soy de este mundo,
solo he venido a peregrinar desde los hielos.
Tengo los ojos árticos.
Me trajeron sin una excusa formal
al infierno de los hombres.
Pero dado que me quejo
y mis pulpas han quedado a la vista,
debo decir sin mayor pompa:
es mi última palabra,
la que siembro en el linde
del abismo,
la que me contiene y yo contengo,
la que curvo como un ala rota
al pie de un viejo ciprés.
Lindero
Antes de partir
las horas ya no me sirven de nada.
Me acompañan los trastos viejos
y la memoria pálida,
el revólver del abuelo,
la débil voluntad del arriero
que mal empuña su soga.
Es la hora del que advierte
del pie equivocado,
y las cruces del camino.
El polvo solitario
sobre mis ojos plomos
me anuncia el reino de los muertos.
Será mi última palabra,
la del nardo y el latido seminal.
Piel con piel
en el albor de la mitología.
Memoria segunda
El libro
es la montaña,
tiene el rigor
de la paciencia.
Pero
igual habré de partir,
como el eco que se apaga
impregnando la memoria
con los rústicos envoltorios de la tierra.
Solo, y para ser preciso,
el arma tiene la cacha de plástico
y es helada como los rostros
que he tocado en la intemperie,
como los ojos adormilados y azules
que los gélidos mármoles
abren y cierran.
Así son las manos que no se tocan
y el destiempo sólido como un cristal roto
que rae la piel.
Paso dos
Tomo la empuñadura negra
y no es como la bola cristalina de los magos,
el futuro muere en su faz.
Odiseo aguarda
en calibri negro,
las nieblas migran con él.
Magníficas ilustraciones de Marshé.
Soy apenas la boca al final de una calle,
una boca amarga repleta de fuegos.
Eso queda como herencia de la carne,
un túmulo en la hierba
que alimenta a los equinos,
las losas de abril.
Desde mi garganta silba la flecha,
el metal de la lluvia
que golpea los vitrales de las iglesias.
Santa María mayor.
De nada sirve ser ninguno
en las horas habituales
o el caminante pasajero
de las entretiendas
del jirón vacío.
Es todo, adiós.
Nueva causa primera
No busquen las causas en el whisky ralo
que raspa mi laringe
sino en la boca de la tierra
y en el fuego sacro que emerge de ella.
Del polvo vine
y al perpetuo barro tornaré.
Si en tal condición radica mi importancia:
soy la nota grave que se pierde
entre los ecos,
el seco resplandor
de una luz amarilla.
Causalidad
Me recuesto a razonar.
No soy sino aquel que pasa por el lugar y la hora precisa,
la vereda oportuna de las ocho y cincuenta.
Dices que siempre tengo
una explicación en el bolsillo:
“La casualidad, más comúnmente azar es una conjunción sicrónica”.
No crees en ella
ni en las sincronías,
odias los tableros de ajedrez
y el misterio de las antiguas grafías.
Tampoco crees en mí,
permutador del tiempo
y señor de las cábalas.
Ellas son las burdas manifestaciones de una esperanza extraña.
No soy sino la sombra vaga que distingues
en la lejanía,
remoto de los arquetipos,
pasajero inútil de una vereda,
el bufón que curva los ladrillos,
el reflejo de alquiler,
las torpes manos
que no tocarán las tuyas,
el final de una noche.
Invisible
Soy el hijo del aire seco que golpea en la mañana.
No me ves,
simulo no verte,
Yo, el crucificado, suelto el aliento
de mi peso curvado
y suplico,
suplico al oído que no me ve.
¿A qué no habías reparado en la pupila
que esconden las trompas interiores?
Nuestros cuerpos son sutiles apariencias.
No, quizás, no nos reúna el azar
ni me vea reflejado en el nácar
de tus ojos.
Nunca hubo una cita en los encuentros,
los relojes nunca
se echaron a andar.
Búsqueda
Bajo el cielo raso de Ab al Yibir,
retrato de un sueño oriental,
busco los ojos de la tierra.
Recurro al libro que entreveo
sobre la tierra plena.
Perdido en el mar,
entre las especies,
tanteo
las partículas que me forman .
La ciencia señala que soy dado a elegir.
Pero ningún ejemplar
tiene tus ojos,
que son los ojos de la tierra.
Catalejo unidireccional,
omnisciencia negada,
corro entre las mareas
surcando una estela cóncava
sobre el Atlántico.
Escila, extraviada peregrinación
de Ulises.
He perdido mi astrolabio
en el océano bravío.
Paso tres
Dispuesto a residir bajo un promontorio,
he fijado residencia
en un terreno fijo del sur.
Más al fondo de los hielos
visitarás mi lápida,
y será tarde.
No hay un tiempo que escape
del juicio de Dios
ni alternativa abrigada
que se coloque al margen
de su gran vara.
No fui el graznido
de tu caja musical,
fui no más que el acero leve
de un ojo ensangrentado.
Causa segunda
Desato las furias del trueno
sobre aquellos que hicieron
de mi muerte
un susurro de imprecaciones.
Dirijo la punta del rayo fiero
a las siluetas
que sortean mis ropas y mi cuerpo.
No me llores,
hice de mis garabatos una bala
y de mis versos una metáfora
que solo sirve para alumbrar los barcos.
No fui nada, el vigía que aguarda
la tenue abertura
de una puerta de madera
o
la boca que abre su corteza
al filo del alba.
Nadie
No espero que extrañes
la risa del que ríe entre brumas
palpando la brisa que no llega.
Tengo no más que un mar
que se ensancha entre mis ojos
de perro vago
y un estruendo entre mis manos.
No espero que me comprendas.
Con cada pulsión fundiste el mástil
con el que habría de naufragar
allí donde el Pacífico acaba.
Infinita melodía sin voz,
que te apretujas en las sombras ávidas
de mi casa.
Déjame ya, que en el ajedrez
los rituales mandan.
Habré de morir con los pies del hierro
y de la piedra.
Ve ya, culmina el paso de los hombres,
que las tragedias burilen
los intersticios de la tarde.
La huida
Eleven las anclas,
zarpo al mar de las hespérides,
allí donde anidan las ninfas,
pero también
los monstruos y las magas.
Vuelvo.
No, no será la travesía de un fantasma
ni de un hombre, ni de un animal o una flor.
No tengo un nombre,
soy solo el círculo,
la línea muerta que circunda
el punto sobre un plano
que se inclina en el barranco.
Paso cuatro
El vacío me gana,
Colt, vieja inscripción
de letras lúgubres.
He muerto,
agolpándome en la noche
he muerto.
Yo elegí el preciso punto
de mis relojes
y la página de un libro roto.
No me extrañen con razones
que solo sirven para engalanar los espejos.
Bruñen las espadas de una tarde vieja
y los recuerdos de la boca
que fui y no fue,
que me contuvo
innumerables veces
en la puerta del horno
donde el pan crepita
y el hueso se nos quema.
Me perdí entre amores imposibles
que sirvieron a las hojas en blanco,
siempre con ese guiño criminal
que seduce a la muerte.
Ahora, y aun ahora, cuando el sepulturero
abra una zanja en la frente dura
no seré sino el cuajo de carne
que se vuelca en un hoyo de metal.
Las horas siguientes serán las del té
y los lamentos inútiles,
más de lo que fue.
De los ventanales de mis ojos
sin cortina
vierte la luz su precaria majestad.
Pero ya es tarde.
Tarde para consolidar mis restos
con metáforas oscuras,
tarde para los pronombres
y los vocablos.
Hada que te cuelgas
de las telarañas grises
sobre el tragaluz,
inclínate solo para un adiós.
Dixaodio
El significado es un continente impreciso
donde anidan las palabras.
No será hoy
cuando abunden las explicaciones.
Sencillamente,
los dados corren a la mala
en una mesa sin lumbre.
Dentellada colérica del viento
que despliega sus alas infernales.
Invierno nuclear en la avenida
donde van a parar mis vertebras de pie.
Eso es todo,
no preguntes, dama del incienso,
por las madrugadas sin moléculas,
inmaterial hija de Eva.
Para decirlo de otro modo,
para vivir no hace falta mapas,
solo los ojos escrutadores de un beso,
y un deseo.
Supero la mano que sostiene mi peso
y un crucifijo.
A qué no me crees.
Pero para ser más preciso,
para vivir es fundamental
ser una materia con lugar
y un nombre superpuesto
en una pila bautismal.
La nomenclatura trasciende al olvido.
Para vivir sirve la esperanza hueca
de quien cree que las palmas divisoras
de Dios vendrán
a separar la cizaña del trigo
o que la lengua del perverso se quemará
en los pastizales,
que el crudo metal de los pétalos
anidarán el infierno
en las casas y los jardines.
Para vivir sirve el llanto
que humedece las monedas
que resarcen de las malas horas.
Para vivir sirve
desgranar el choclo de los valles.
Para vivir sopeso las filosofías
que llegan a su fin.
Para vivir sirve
disfrazarse de piedra o de olivo
y ser uno con las cosas.
Para vivir sirven
los ojos verdes que platinan al sol,
la cara blanca del papel electrónico
y las iniciales de algún nombre
oculto entre las hierbas.
Y todavía me preguntas,
para vivir el plancton de tus ojos
que me nutren,
que tejen los valles
de mi ardiente retina.
Solo así, digo,
solo así, el arma adquiere el matiz del clavel
y del libro.
Pero si me preguntas por la muerte,
ella echó raíces en los troncos de los olmos viejos,
en sus grietas de madera.
Para vivir las humedades de tu boca
que no es mía
y los lentes negros que volaron
sobre Gibraltar.
Sí, para vivir, la invasión
de las pestes que arrasan
la tierra del benigno
y la daga que traza una línea
en la piel blanda del mango.
Para vivir sirve la arena
que no me reposará
y los vidrios que rutilan
en la constelación de mi techo.
Sirve bien la esperanza,
tan idiota como inconstante.
Para vivir los dientes
de un conejo entre las nieves,
la rosa que transa con los muertos,
las pléyades de vidrio.
Sirven, desde luego, las lejanías,
el colofón de los otros,
el fogón que purifica
el alimento,
y tus ojos,
la extraña pulsión
de volver a ellos
como si el centro de las revelaciones
se contuvieran en sus fondos.
Verdor de valles mediterráneos,
olivares al sol.
Para vivir tu nombre de extraña grafía,
sirve el largo recorrido de mi lengua imaginaria,
y los templos de Lima sobre tu corona de plata.
Para vivir el aire espeso
que se cuela por tu boca.
¿Hay acaso en un destello la esperanza
para deshacer un disparo?
Solo sé que para vivir me sirve
la ruta de tus manos
en la geografía abrupta de mi cuerpo.
Paso cinco
Mientras escribo, una pluma vuela sobre una cornisa.
sé que seré derrotado y es mi única certidumbre.
La muerte no me es extraña,
lo extraño es la forma del arma que la captura.
Ella me observa como a un insecto,
Soy, a la vez, el ejecutor y la víctima.
El malecón Cisneros cierra los espejos.
el plan sigue su curso.
Y en medio de la peculiar batalla
me admiro de las viejas circunstancias.
Un niño corre a tientas por una pelota,
rayones rojos sobre la blusa de su madre,
un libro.
Fragilidad
La vida se triza como una copa.
El vehículo de madera que transporta mi cuerpo
tiene el color de las aguas tranquilas
sobre ellas surca el barco de plata.
Portada azul, Ulises.
Aquel tenía el acero y la vela magra,
el otro, las formas parcas de una caja.
Y en la hondura de la habitación menos firme de la casa:
las corbatas ralas de mi padre,
que se fue entre los inviernos.
Todos se alejaron sin vestigios.
Él se alejó sin vestigios.
La noche tachona el cielo
y la luna ensancha sus pulmones.
Redentora peregrinación,
hexámetro dactílico,
sutil portento.
El viaje de la luz sin artificio
me salva de las sombras.
Preludio
Mis ojos vuelven al metal.
Mis ojos vuelven a la linterna entre los prados,
y a los pétalos de una cama ignota.
Reinvento tu cuarto desde una hoja de papel,
delgada como tu aliento
que fue humo.
Así, apretada,
como cuando fruncías el ceño
en los cañaverales hablándome del viento.
Cuarenta centígrados para morir en la cuesta,
pero descuida, eras solo la imagen de un fantasma.
No fui el roble repleto de ron y nicotina,
solo el sol de una canción remota.
Mientras siego los pastos con mi cuerpo
torno a la estrella polar,
quizás porque en el fondo
la vida tiene un esplendor mineral.
El arma aguarda con trémula impaciencia
sobre mis manos verdes.
La carta que chispea versos
te será entregada
divina majestad de los ponientes.
No guardes para la piara
la joya que reluce,
hay un verde esmeraldino
que rodea las distancias.
Lejos de mi casa
van los tacos que perturban
la avenida.
Eres
un fragmento del universo.
Yo soy el otro:
un retazo de la dermis
que elevo al sol
para difuminarme.
Sueño barroco
A las nueve en La Merced,
cerca al altar,
a dos metros del Divino Niño.
Todo es posible, hada magnífica,
en esta urdimbre de electrones.
Apunta la hora y el día,
interpreta esta inscripción
de lápiz tenue.
Allí estaré.
Remotas la casualidades.
Voy al centro de las causas
y de las divinas ilaciones,
a las manos que confeccionan
los días y las noches.
Allí, bajo el barroco
arrugará la luz
y asomarás sobre las losetas viejas.
Guardo el arma por última vez
y me torno en el pez que vuelve al agua.
Hoy me llaman por mi nombre
desde las tormentas.
Soy el viajero que ya llegó a casa,
aunque en tus pechos
no urdiré mi cama.
Tarde
La bala es más rápida que el pensamiento
y el pensamiento que la palabra
y la palabra que el azar.
Es tarde.
No vendrás.
Marcho ya a los naranjos camino del sur,
pero antes a los hielos.
Trajino a las nueve entre la polvareda
y los reflejos de los paraderos.
No es el clavel negroponte lo que me induce a la muerte
sino la rosa vigorosa que se deshizo en mis manos.
Te obsequio mi vertebra escarlata,
mis ojos traslucidos de tierra,
el aire seco de mi boca
el beso de un bostezo
el cuerpo yerto de un pelicano.
Yo, pelicano de las playas marrones,
medio muerto entre las sales del crepúsculo.
Si gustas compararme, esa es la descripción
que cabe en mi epitafio.
No es la de un héroe,
es la de un ave.
No sea más el corazón hinchado la catapulta
sobre los antiguos castillos,
sea sino el relámpago que mis dedos percutan
en el último juego de la hora aciaga.
El acantilado
No más que un sueño de galaxias remotas,
camino con tropiezos por las calles solitarias.
Mujer, te yergues infinita desde los prados.
Los sueños tienen las notas
de las cosas sencillas.
Tu espejo
es inexorable como la voz de la aurora,
como los bríos del océano
o las turbamultas de las olas.
Eres la musa incadescente,
pero no descubras tu nombre:
es solo una inscripción en la arboleda.
No descubras tu rostro empecinado
bajo la capucha,
no descubras
las magras señas de tu paso.
Atarán mi cadáver al viejo árbol,
cortarán los leños secos
y daré a parar
al cabal abismo de un hueco
sin retornos.
Se cierra la tarde,
Y mientras apunto el cañón
y destrabo el sueño,
apareces en la lejanía,
mujer,
astro redentor de la tarde gris,
relampagueas con tu vestido albo
y la sonrisa en carmín.
Has llegado
para poblar los luceros,
para tronar el aire,
para habitar
las densas aguas que divido
y que hoy se abren a mi paso.