La proeza de Gareca
Mientras como una ensalada en un restaurante del Jorge Chávez, a la espera de que mi vuelo a Madrid salga alguna vez de Lima, la televisión muestra a un gordísimo Daniel Peredo entrevistando a un casi adolescente Orejas Flores. Cerca de mí, un hombre con la camiseta de la selección aguarda a ser atendido. Un niño le dice a su madre que el vuelo deberia retrasarse más tiempo para poder ver el partido. Y yo, que aún no tengo previsto dónde ni cómo lo veré, pienso por un momento que no es una mala idea.
No es el único ansioso. En la cola de los vuelos a París., vi a un muchacho enfundado en la blanquirroja. A otro vestido igual yendo a tomar un avion a Porto Alegre. Y así, no es dificil encontrar a más vestidos con la camiseta nacional, también nerviosos, casi salivantes, a la espera del partido más importante de sus vidas.
Pero, ¿lo es? Era muy niño cuando Perú fue a México 70, recuerdo vívamente los partidos de Argentina 78, que sufri en el caserón que alquilaba mi abuela en el jirón Italia, en La Victoria. También cómo la auxiliar de conducta de mi colegio, cuyas curvas generosas activaban nuestras adolescentes hormonas, nos sugirió con una media sonrisa no asistir a clases cuando jugara Perú en España 82. Nos miró con rostro endiablado cuando algunos nerds nos aparecimos el día del choque con Italia. Para el partido con Polonia conseguí quedarme en casa. Recuerdo que tras una ida al baño, el equipo de Lato ya nos había clavado cinco. No podía creerlo. El Mundial terminó ese día para mí.
Aunque en el 97 nos quedamos por muy poco, lo que ha hecho Gareca en esta eliminatoria es una proeza. Salvo Carrillo, quien juega en lo más parecido al Sport Rosario de Inglaterra, y Guerrero y Trauco que imponen su clase en un histórico como Flamengo, el resto de nuestras estrellas, que a veces ni juegan, alternan en ligas de segundo orden, y no necesariamente en los mejores equipos.
Y ha logrado algo inconcebible: potenciar jugadores que se movilizan en esa carcocha descompuesta que es nuestro torneo local. Un campeonato de opereta que tiene a sus clubes más populares con administradores externos por sus deudas impagables; dueño de una desesperante desorganización digna de estudio; con una justicia oscura e impredecible. Si eres dirigente de un club peruano, invertir en un buen abogado es más beneficioso que contratar un delantero goleador. Los partidos que sirven no se ganan en la cancha, sino en mesa.
Gareca está lejos de ser un revolucionario en lo táctico. Su principal valor es la simpleza y el convencimiento detrás de una idea, que supera los límites del campo de juego. Su mérito ha sido crear un grupo con hambre de gloria, que se transforma cuando se pone la bicolor, que lo respeta porque cree en él. Y sabe que ese respeto es mutuo. Se lesiona Gallese y lo reemplaza Cáceda que es el segundo, se recupera Advincula, pero mantiene a Corzo porque el titular es él. Son decisiones que alimentan la empatía, que le ponen acero a la palabra.
Y la gente le cree. Y se enorgullece. Y sueña como no lo había hecho en más de 35 años.
Pertenezco al grupo de los escépticos, de los que cree que las posibilidades de llegar a Rusia 2018 son improbables por los rivales que tenemos al frente. El corazón, por supuesto, deja espacio para la esperanza. Es más, si nos fíamos de los antecedentes recientes, esta ocasión es insuperable para dar el golpe en Buenos Aires, como ocurrió en Quito o en Asunción.
Esto es fútbol y nada está dicho. Sin embargo, más allá de lo que suceda en La Bombonera o de cómo nos vaya ante Colombia, lo que ha hecho Gareca no tiene parangón. No solo por lo futbolístico. Después de muchos años nos ha dado razones de peso para reír y volver a soñar