La huida del puercoespín, Recuerdos, Solipsismos, Día de visita, Confusión...
Seguimos con las publicación de los cuentos de nuestros lectores. En esta entrega podrán disfrutar de nuevas ficciones. La huida del puercoespín
Quiero explicarte- dijo él.
¿Para qué?- preguntó ella.
Lo necesito- remató.
En la conversación, él habló dos horas seguidas.
A ella las palabras le entraban por una oreja y le salían por el corazón. “Ya no está la mujer de la que me enamoré” “Me sentí traicionado cuando elegiste vivir para ti, perdóname” “No tenía cómo competir” “No hubo justicia ni equidad, nunca la hubo, y lo sabías desde el principio” “Me arrepiento de muchas cosas con las que te hice sentir mal” “Soy egoísta, cobarde, lo que quieras, pero no puedo vivir sin ti” “Derretiste la coraza que me protegió durante 40 años”, “Cómo pudiste pensar que no te consideraba una señora”, “Te amo”.
Esas frases se repetían mientras él la miraba como solo el amor mira. Sus palabras iban a clavarse cruelmente en este ser informe frente a él, esa hembra reducida a niña que lo observaba con ojos asustados, que se retorcía un pobre e inocente mechón de pelo, que fijaba la mirada en la mesa como en un pozo de salvación. Ese ser, dícese mujer hecha y derecha, que quisiera haber tenido un escudo en vez de alma. Su única defensa fue jugar con el azúcar, para endulzar ese fusilamiento consensuado.
Cuando se creyó salvada de la locura, él la tocó. La mano. Muy suavemente, con tres dedos. Una caricia de dos segundos. Una descarga de adrenalina que la hizo respirar todo el aire del universo. Un toque y el mundo volvió a girar.
Ella habló poco. Le dijo que se había vuelto cínica, fría. Que siempre lo querría pero que se había resignado a vivir con ese hueco, a extrañarlo cuando veía un carro rojo, a derretirse cuando alguien pronunciaba su nombre. Extrañamente, las palabras de ella no lo herían, regresaban como boomerangs, como mosquitos hambrientos, y se clavaban de nuevo en su dueña, en las zonas que veían aún libres, puras, sanas, vírgenes, zonas extrañas, innombrables, inexistentes hasta ese momento.
Ella se levantó para ir al baño, con las piernas enyesadas de dolor, el pecho hundido, creyendo oír su columna cuartearse al intentar caminar derecha. Logró avanzar tres pasos con toda la dignidad de la que fue capaz, y se paró en seco. Ese grupo al fondo, riendo, la conocían, eran los cancerberos de su reputación, si la veían estaba perdida. Regresó, sin sangre, sin aire, sin que él se diera cuenta de nada. “Y nunca se dará cuenta”, pensó tristemente.
Y este nuevo acto fue de risas. Cómo no, de risas. Porque tenían facilidad para arrancarse carcajadas, siempre la tuvieron. Ella se dedicó a hacer de payasa rota, él la siguió, y vino la segunda caricia, en la cabeza, cuando ella se golpeó con algo indefinido por reírse exageradamente. Él le hizo un ligero masaje en la coronilla, como un padre, como un hermano. Fue peor, claro.
Y la última caricia, en la barbilla, ya al irse, se la dedicó a modo de despedida cuando pidió la cuenta, cuando el mundo nuevamente dejó de girar para ella.
De ese restaurante, un lunes improbable de primavera, salió un hombre guapo, descargado, como después de un muy buen sexo. Un hombre que volverá a vestirse de escamas para nadar en este mundo gris y acristalado que le queda tan bien. Un hombre acorazado cuyo corazón solo ella conoció.
Y también salió, de ese restaurante, sola, ese lunes improbable de primavera, un puercoespín. Un animal que aullaba silenciosamente atravesado de dolor en todos lados menos en una mano, en la cabeza, en la barbilla. Un ser que ya no podría ser abrazado nunca más.
Yo.
Gislene Stella Coloma Díaz
DNI 10222700
Recuerdos
Hay veces en que quisiera tener 10 años, de aquellos años en que todavía existía la inocencia y frescura de una generación pensante, pasional y alegre de aquellas décadas de gloria de los 80, no existían celulares, internet, cable, iPod; la cultura del espectáculo estaba en pañales, con mis amigos de barrio salíamos a conquistar parques y los pocos arboles eran nuestros cuarteles de anécdotas, hasta que el hambre nos hacían correr a nuestros hogares donde a mí me esperaba una artística papa a la huancaína con sus tallarines rojos, jugosamente sazonado.
cada mes de esos años, tenía un juego estupendo que desarrollaba nuestra creatividad, así un mes para el trompo, otro para las canicas, la cometa, la cerbatana, la honda, la bicicleta, el patín, casi todo el año la colección de estampitas para los álbumes de figuritas, las mañanas de los meses de verano, eran invitación especial para en mi caso; lima, descubrir los viejos museos de la ciudad, así caminantes recorríamos, el museo de historia natural, para descubrir a un pez luna inmenso como una persona, visitar el museo antropológico y de historia, y respirar e imaginar a los viejos pobladores peruanos que legaron sus telares cromáticos y bellamente dibujados, para de un salto leer al costado de ese museo; la carta de independencia, apreciar la cama de bolívar y esa carroza que llevara por las calles de la añeja lima al Virrey Amat y su amada Mariquita Villegas. eran otros tiempos, la generación en que con ejercicio y curiosidad descubríamos lo bello que es nuestro país, y su exquisita diversidad.
Jugábamos carnavales respetando a propios y extraños, las chicas si iban acompañadas no se les mojaba, la palomillada tenía su propio ‘frenómetro’, sabíamos cuando frenarnos, las canas se respetaban en todo tiempo y lugar; era la voz de la experiencia, a las seis de la tarde mi abuelo Fernando salía a llamarnos; a cenar!!!!, Mónica, Lili, Hugo y Gianina, mi prima hermana que reside hoy en Estados Unidos, acudíamos como pollitos a la gallina, nos sentábamos alrededor de aquella mesa familiar, mi madre en orden de respeto colocaba los platos principales, primero mi abuelo viejo patriarca, seguía mi padre segundo al mando, mi abuela Hortensia , y de allí esta generación de chicos que éramos entre los 10 a 13 años.
la conversación familiar era un intercambio de experiencias viejas y nuevas, allí salían también los proyectos inmediatos del fin de semana, mi hermana pedía un paseo a la playa: “Agua dulce”, mi hermana un paseo por Huampaní, mi padre sentenciaba; vamos a Lurín con los abuelos pasaremos un día rural y comeremos chicharrones, a lo que todos callados aceptábamos la decisión, al fin de cuentas cada cual en ese lugar encontraría su distracción personal, yo cazaría arañas en las hendiduras de aquella casa campestre con paredes de adobe y quincha y mis hermanas saltarían la soga para después llamarme a jugar a las escondidas, donde casi siempre las encontraba en vista que no sabían buscar buenos lugares para camuflarse; el atardecer era una mágica experiencia aquel inmenso y casi infinito espejo del mar peruano irradiaba los rayos de aquel durmiente sol de verano. El señor taxista regresaba por toda la familia en aquel auto Dodge 1975, y cómodamente viajábamos de regreso a nuestro hogar en el barrio donde nací, crecí y viví, mi madre preparaba una riquísima cena que reponía las fuerzas perdidas de los excursionistas, una jarra de chicha morada con su cubitos de piña nos esperaba en el refrigerador marca General Electric, mientras el fogón en la cocina Moraveco, hacia sudar esos huesos manzano, y tendones de res que se convertían en un consomé de padre y señor mío; mi bella madre siempre me guardaba los huesos llenos de tuétano que los absorbía como cañas de refresco, come hijo es bueno para tu cerebro, me decía, bien mamá, contestaba, nunca le reprochaba puesto que sabía que si me lo decía es porque tenía razón mi viejita hermosa.
Muchos de los míos ya partieron a ese viaje sin retorno, mi ciudad ha crecido, y ha cambiado a la vez, vivimos muchas más personas que antes; lo bello de todo esto es que mis vivencias y mis antepasados viven siempre como el primer día en que fueron testigos de la existencia de este ser en sus vidas, aquellas enseñanzas a su sana manera de educar valores me han acompañado siempre como el sol de aquel atardecer infinito en el espejo de mis generaciones de ayer de hoy y de mañana eternamente.
Para contárselo a mis hijos. Como ayer hoy 2013.
Ulises Hugo Polack Borgo
DNI 07257233
Solipsismos
Un extraño hombre cruza la calle a toda marcha, en sus manos atesora un pequeño objeto, que no sabría, así me lo propusiera, decir que era; aunque puedo decir que evocaba muchas cosas. Su entusiasmo era evidente. Lo vi entrar en un bar y en la primera mesa alguien esperaba. Con suma delicadeza puso sobre la mesa tan querido objeto, siguiendo a esta acción los ademanes dichosos de un descubridor o de un creador mostrando parte de su vida en una simple envoltura. El otro hombre no se inmuta, ve, analiza, parece curioso; pero luego se aleja con un gesto de ignorancia suprema, que deviene en una mueca a guisa de escarnio. El primer hombre se agita, se mueve, se afana, tratando de mostrarle, nuevamente, con mayor detalle tan curioso objeto; parece decirle que se fije otra vez; el otro solo atina a encoger los hombros displicentemente. Más cerca se alcanza a oír:
-Fíjate en esto, ¿Te das cuenta? es tal cual te lo decía.
-Pero esto no es mas que un montón de cosas apiladas. No tiene ningún sentido lo que dices.
El primer hombre se ruboriza trata de hacer recapacitar al primero.
-Fíjate bien, por favor, ¿no te das cuenta de lo que es en verdad?
-No, no,- repetía el otro con cierto enojo- te equivocas, hay nada ahí.
El primer hombre se deja caer sobre la silla con las manos en la cabeza, parece abatido, y se ha rendido ya en su intento. De pronto saca una lustrosa moneda de su bolsillo. El rostro del otro hombre se ilumina, toma la moneda con fruición, se deshace en mil disertaciones sobre el objeto que en la mano tiene; su historia, su consistencia, su valor, etc. Parece contento de hallar una figura familiar en tan particular paisaje. Al cabo de unos minutos se levanta de la mesa y abraza efusivamente al otro hombre, que parece desconsolado, le compra un trago con la moneda y se retira silbando un vals de Strauss. En tanto, el otro hombre se queda sentado con la mirada extraviada en el vacío, y así varios minutos; luego se incorpora, lanza al cubo de la basura el objeto y sale como entro del lugar.
Al ver tan extravagante escena no pude evitar sentir ira por tan magnifico imbecil, sosegada por una profunda tristeza. Imágenes como esta me rompen el corazón. Abundan en cada vericueto, en cada calle atestada de andantes. Imágenes como la de los amantes abrazados en los parcos zaguanes intentando unir lo imposible de unir. Y al final de cuentas, ¿no es todo mas que supuestos?, supuestos que aparecen ante los ojos en imágenes bien logradas; no es todo acaso, el objeto que yacía sobre la mesa, la ignorancia del imbécil, la angustia del suplicante o la discordia a meced de dos seres que no tiene mas que apariencias en común. Todo y nada es, y no por simple capricho de antítesis, sino, porque en cada forma esta duda perdura y quema en la razón. En verdad estamos solos, como lo descubrió aquel hombre en una tarde de estío o como el amante que se debate en medio de la calle sin saber si irse o volver a la puerta de su amada. A su manera, cada cual se pregunta, si lo vivido no es ilusión, y se apresuran a buscar lo recordado, a buscar las imágenes que se van desluciendo en la memoria; locos, todos, por llevarse el más hermoso de los cuadros reflejado en las pupilas, antes de viajar a lo insondable.
Marcos Antonio Bringas Macalupú
DNI: 46365360
Día de visita
Nadie me ha dicho por qué la locu¬ra invade de improviso una mente tan sana. No comprendo cómo la sereni¬dad torna fantasía, cómo la profundi¬dad se vuelve desvarío y el delirio es lo único que queda. Pero es real. He sido testigo del lento desvanecimien¬to de la cordura, hasta quedar con¬vertida en un amasijo de sinrazones.
Hoy es día de visita. Y esta sala de recibimiento, blanca e impoluta, me acoge como cada sábado, sibilina y deprimente. Veo a los pacientes dis¬traídos en su mundo, el único mundo que conocen, el cosmos delirante de su demencia.
Todo empezó hace cinco años. La conocí accidentalmente bajo el por¬tal de una tienda de libros en el cas¬co antiguo de Barcelona. De facciones gentiles, vi en su mirada sencilla algo más que su infinita belleza. Aún el tiempo de los prime¬ros días de abril traía consigo el vien¬to frío del levante y una densa lluvia calaba lentamente el ánimo orgulloso de esta Cataluña sobria y circunspec¬ta. Fue aquella lluvia la culpable de nuestro encuentro. Protegidos bajo el portal nos miramos varias veces an¬tes de decirle alguna cosa. Y no lo ha¬bría hecho si no hubiera visto el dije que asomaba apenas entre su cha¬queta de pana.
-Es Nazca- le dije, señalando el co¬librí plateado tan familiar y lejano. – Cómo dice – me dijo con descon¬cierto. -El colgante, es Nazca – le res¬pondí. Me sonrió aún más desconcer¬tada. –Es verdad, pero cómo lo has sabido.-He nacido cerca al pueblo-contesté. Al cabo de un rato tomába¬mos un cortado en el Café Di Roma de la Plaza Urquinaona.
De eso hace mucho tiempo. Bajo ese portal ya se ha protegido mucha más gente, el viento del levante ya ha ido y ha venido dejando alborotadas las hojas marchitas caídas de los olmos del paseo central, los días de abril se me han acumulado en la desidia y sin embargo aquellos ojos azules, los con¬servo como un dogma, aunque sólo sea una evocación tardía de un mo-mento hace mil años.
Ahora estoy aquí, en la sala de visi¬tas, mirándola con resignación, recor¬dando momentos pasados estaciona¬dos en la indolencia de mi memoria. A mi lado ella. Los mismos ojos azules, desencajado el rostro, ansiosa, bus¬cando mi presencia. Vuelven los días de verano en Sitges, el campo denso del norte Manresano, la costa brava en invierno, la Rambla de Cataluña camino al mar. Vuelven sin quererlo, las imágenes se amontonan en la memoria con sólo ver sus ojos, con sólo sentir su aliento, con sólo escuchar su voz.
Ella dice cosas que no entiendo, yo sólo observo. Me ha tomado las manos, me ha hablado en el oído, ha acariciado mis mejillas. Mucho tiempo he estado con ella compartiendo su turbación, la he escuchado decir sólo necedades, la he visto mirar nerviosa el reloj, como esperando la hora de escapar. Sé que quiere huir de mí y sin embargo sé que aún me ama. Sé que aún conserva aquella lluvia del primer momento. Sé que sufre porque ha llorado en silencio, porque me ha mirado con tristeza y sé que por fin ha comprendido que esta locura es irreversible y que no se irá ni hoy ni nunca.
Las instalaciones del sanatorio se disponen a cerrar, la hora de visita ha terminado, vuelven los pacientes a sus habitaciones. La veo alejarse, la veo perderse entre la gente. Antes de cruzar la puerta ha buscado mi mirada y no la ha encontrado. Yo ya estoy en camino, me espera la habitación eter¬na de hace tres años, la misma ha¬bitación que ha acogido mi paranoia y que estará conmigo eternamente acompañándome en mi locura.
Giancarlo Hauyón Fonseca
DNI 07504608
Confusión
Ella pensaba que él era un joven tierno, pero no podría haber una relación seria, por la simpleza de que él no solamente era menor, si no, que no podía ser fiel. Él no pensaba los mismo, por el contrario, él pensaba que debía tener una vida más sensata, a pesar de lo descrito anteriormente, pensaba que la edad no lo era todo, que las cosas siempre se poden solucionar a pesar de las circunstancias, ¿Y porque a pesar de las circunstancias?, ni el mismo lo sabía, solo pensaba en ella, el solo escuchar su voz era para ponerse nervioso y sobre todo era un fastidio enredarse sin decir nada, pero ella, aun así, lo tomaba con mucha calma, al parecer la experiencia toma esa actitud.
Pero comenzaré describiendo las circunstancias de dicha relación, relación, en la que él sentía cierta confusión, no sabía si se trataba de una amistad con otros propósitos o simplemente se trataba de algo pasajero, cosa que él no podía admitir, a pesar de que en cierta forma parecía eso. Volviendo en el tiempo, todo comenzó por el simple hecho de que el joven estudiante trataba de buscar prácticas pre-profesionales, para poder adquirir conocimientos anticipados a su futura labor, en la cual estaba seguro que lo desempeñaría muy bien.
Buscaba y buscaba, como quién desesperadamente, busca tomar un vaso de agua a las doce del mediodía en pleno verano, hizo unas llamadas y le recomendaron ir a una academia de artes, el, sin pensarlo, fue hacia la academia en donde ya había un compañero suyo trabajando, el por supuesto, había ido lo más elegante posible para causar impresión, cuando la vio, pidió encarecidamente que le permitieran hacer sus prácticas en la mencionada academia, ella le respondió que aún no era el momento para poder realizarlas, el sin embargo estaba esperanzado por algo que ella le dijo, “te llamaré cuando necesite practicantes”, (¿Quién podría creerlo?), por un momento pensó que serían falsas sus palabras, como sea, se sintió algo abatido por no conseguir sus prácticas, pero eso no le impidió insistir. Pasado el tiempo le volvió a llamar, pero aun así recibió una respuesta negativa, y por supuesto, algunas otras más. El tiempo transcurría incesante y el a veces la observaba en la Universidad, una vez le saludó, las otras parecía que le ignoraba, y por supuesto, no sabía porque.
En el presente él estaba pensando mucho en ella, un día se encontró con su amiga, y le aconsejo que solo lo tome como algo pasajero y que disfrute el poco tiempo que tendría con ella. Aún así, salía con ella por todas partes, no cabía duda que le agradaba, sin embargo, tenía miedo en que ella se enamore más que él, así procuró ver con claridad los sentimientos que sentía hacia ella. El tiempo pasaba y él se daba cuenta que solamente era un posible gusto, pero ¿Qué hacer?, ¿Arriesgarse a tener una relación para ver que puede suceder o simplemente cortar? ¡Que disyuntiva! No tenía noción de que hacer. El solo hecho de lastimarla provocaría en él una frustración en la cual se arrepentiría. ¿Porque las oportunidades se presentan como menos las esperas? ¡Es tan injusto!, cuando alguien quiere cambiar, se da cuenta que ciertas cosas le son imposible. Pasado los días se vio en la necesidad de tomar una decisión, una decisión que cambiaría su manera de pensar, un punto en el cual no había retorno, más que solo resignación, ahora solo quedaba la siguiente reflexión, el corazón dice una cosa, la mente otra, pero la última palabra la tiene la boca.
Miguel Alonso Magán Pastén
DNI 46241722
La santa popular
En esta ocasión resulta prescindible identificar al personaje de quien se escribirá en las próximas líneas. Obviar su nombre es un hecho intrascendente. Lo que realmente tiene importancia, en este caso, es la historia en el que se ve envuelto. Es por este motivo que de ahora en adelante lo llamaremos simplemente A. Entrar en detalles particulares como su edad, su fisonomía, sus costumbres o traumas tampoco tienen la mayor importancia; todo eso queda a voluntad del lector, queda en ellos darle la forma que vean más conveniente.
A (el personaje) descifró, después de indagar en viejos libros carcomidos por la humedad de la ciudad, que el génesis de lo que estaba buscando se remontaba a un pueblito olvidado en las montañas. Descubrió cosas nuevas que, hasta ese momento, la población desconocía o, simplemente, pretendía desconocer. La historia de la santa popular, a la que todo el país veneraba profundamente, así como su vida y milagro, eran, gracias a las pesquisas realizadas por A, puro cuento. Sus largos estudios e indagaciones sobre la supuesta religiosa le valieron ser considerado casi un erudito sobre el tema.
Las generaciones anteriores, ayudadas por la tradición oral, elevaron a la categoría de santa a una mujer que, sin ningún mérito aparente, se ganó la veneración de una buena parte de la población de ese país. Era impresionante el arraigo popular que despertaba dicha santa, sobre todo en los estratos más pobres de la población y, más aún, en los provincianos ahora radicados en la capital.
Desde que tuvo uso de razón, A pensaba que dicha tradición que profesaban sus conciudadanos era decadente y, hasta cierto punto (yo que soy un simple espectador y me encuentro fuera todo esto), impuro. Harto de tanta blasfemia y fanatismo desmesurado, decidió sacarles la venda de los ojos.
Fueron numerosas noches, desvelos, largas horas entre vetustos libros los que tuvo que pasar antes de llevar a cabo su “gran aporte a la sociedad”.
La gente allegada al estudioso, en un principio apoyó su generosa actitud. Dicho acto era refrendado por un cierto grupo de personas de su entorno. Pero todo este proyecto puesto en marcha, en un principio bien visto por un puñado de gente, poco a poco fue desvirtuándose y tomando un tono misterioso. El inicial acto “salvador” de A para con sus conciudadanos fue adquiriendo un tinte tenebroso. Aunque él no quiso aceptarlo en un principio, al final tuvo que confesar sus oscuros motivos.
Es verdad que la santa no fue realmente la persona que los demás creían, y todo eso quedó demostrado en años posteriores, pero lo que no se dijo en su momento y significó el destierro de A de su país fue el querer imponer una nueva ideología religiosa, perjudicial al Gobierno, en la mente de sus compatriotas.
Es fácil de entender las reacciones tanto de A como la de las autoridades, teniendo en cuenta las circunstancias por las que estaba atravesando el país. Por una parte, el primero trataba de cambiar lo arbitrariamente establecido y el segundo de mantener el orden imperante.
A fue exiliado a un país pobrísimo pasando largos años de penurias. Sus planes iniciales se vieron truncados tempranamente. Sus conciudadanos siguieron venerando a la santa popular, hasta podría decirse, que a raíz de lo sucedido, lo hacían con mucho más fe y devoción. El Gobierno siguió imponiendo su régimen durante 18 años más hasta que fue derrocado por un levantamiento popular.
A podía regresar nuevamente a su lugar. Diecinueve años después, A retornó a su ciudad natal empuñando un detente con la imagen de la santa en su mano izquierda.
Alvaro Oga
DNI 40288229
Las antenas del diablo
Algo extraño ocurría con el hermano de mi madre. En la casa de la abuela me habían comentado, con bastantes resquemores, que el tío Julián estaba «enfermo de la mente». Sería por eso que conversaba con los focos del comedor o cortaba con un alicate los cordeles donde se tendía la ropa arguyendo que eran «las antenas del diablo… que se enteraba de todo lo que pasaba en la casa».
En sus momentos más complicados, se transformaba en un personaje exaltado e impredecible. Por suerte —gracias al tratamiento—, estos episodios eran infrecuentes. Y, a su vez, el tío Julián nos resultaba perspicaz y bromista en sus instantes de lucidez extrema.
Cuando la abuela nos dejó yo lo vi llorar como un niño. Mas, a las pocas horas, se repuso. Parecía otra persona, mudó su comportamiento como aquellos eximios actores de cine, y hasta encontró un buen pretexto para fumigar las penas: «La mamá María está de viaje», nos informó a todos con aquel convencimiento con el que se deberían de decir las grandes verdades. Era (sigue siendo) la mejor forma de soportar su desaparición. Y a todos nos gustó hacernos a la idea de que la abuela no estaba muerta. Después de todo, estar «enfermo de la mente» no era del todo malo.
Alguna vez, aburrido de sus ataques de esquizofrenia, llegué a espetarle una propuesta que me hacía recordar a la abuela: «¿Y nunca piensas en irte de viaje, tío?»
—Bien podría hacerlo: ya he cumplido. Me he pasado la vida entera trabajando por la familia. Tengo millones en el banco y no le pido cuentas a nadie: ustedes disponen como les da la gana.
—Bueno fuera, tío, bueno fuera…
—¿Sabes un gran secreto? —me dijo una tarde mientras cortábamos la hierba mala de la huerta.
—Dímelo.
—En esta casa he aprendido cómo es el mundo.
—¿Y cómo es? —indagué esperando un nuevo disparate.
—Es un poco más o menos así —me dijo y se agachó para arrancar una margarita—. Así empezamos: nos arrancan de buenas a primeras… y, poco a poco, nos vamos deteriorando… Al final quedamos de esta manera: una mutilación, una maldita mutilación, ¿comprendes?
Y me entregó la margarita sin pétalos. No sé por qué todavía la tengo guardada. La encontré reseca entre mis cosas, justo ahora que él decidió irse de viaje.
Dicen que salió de casa hace seis tardes, aunque podría jurar que no lo veo hace sólo cinco días. Vestía un pantalón café, sus raídos mocasines y la camisa de franela que le gustaba ponerse cuando lo llevaban al peluquero. Quisiera pensar que anda vagando por ahí. Que no se ha cruzado con ningún malhechor, ni mucho menos que haya retado a alguna combi asesina en las grandes avenidas.
Aguardo por las noches, mirando de reojo por la ventana que da a la avenida, y sueño con ver asomar su silueta. Sé que se aparecerá de pronto y me dirá que el mundo no era así: «Es peor, sobrino».
—Sí, pero yo no estoy loco, tío. A mí nunca me han hecho convulsionar a punta de electroshocks, ni tengo un par de hijos ingratos que nunca me visitan. La vida es una mentira, tío Julián, y me gustaría estar loco para no saberlo.
—A mí también.
Y se irá a conversar con algún foco o a cortar los cordeles para que el diablo no posea —como yo— antenas que le permitan enterarse de todo lo que sucede en casa, la morada de mi abuela viajera… allí donde él aprendió cómo es el mundo.
Orlando Mazeyra Guillén
DNI 40764299.
Es hora de la rutina
Al desprender la sábana de tu cuerpo un hilo de aire frío recorre por tus brazos, tu espalda, tus piernas. Después de congelarte por algunos segundos, tomar valor y te desprendes totalmente de tu cama.
Tu reflejo en el espejo se ve fatal. Definitivamente ayer no fue una buena noche. Esperas que un poco de agua neutralice los bruscos rasgos de tu cara. El grifo chorrea un pequeño chorro de agua de donde el gato toma un poco. Lo botas con un brazo y abres más la llave. Nuevamente buscas aquel valor encontrado al salir de la cama para meter tus manos en aquel chorro de agua fría. Conseguido. No, no se atenuaron tus rasgos, todavía siguen latentes esos recordatorios diciéndote lo idiota que eres, lo débil y fracasado que eres. Tal vez dándote un baño. Recuerdas que la tina está aún sucia, porque obviamente ayer tu estado no te permitió limpiarla después de tu ya famoso acto. ¿Cómo puedes seguir en esa rutina y no acordarte de lo que viene después?
Miras al piso. Tus huellas en color rojo están impregnadas en el felpudo. Lo sostienes con dos dedos para no ensuciarte y lo llevas a la lavandería. Abres el caño del lavatorio y dejas remojando aquel pedazo de tela acolchada. De regreso al baño el gato te mira desde la puerta; te sientes intimidado al ver sus pequeños ojos azules mirando directamente hacia ti.
Prendes la radio esperando que las noticias te cambien esa cara llena de las hostiles marcas de tu estupidez. Escuchas comentarios sobre la cada vez más baja tasa de desempleo en el país, sobre el repunte de la Bolsa de Valores y la cotización del dólar. Aquellas noticias no son del tipo que estás esperando escuchar. Luego, ahí llegan: un choque de automóviles dejó cuatro muertos en la Vía Expresa, asesinaron a un alcalde en la puerta de su casa y encontraron el cuerpo de un hombre en la tina de su departamento. Esa última noticia te emociona. Esperas que den más información sobre ella, ya que te mueres por saber los detalles del muerto. Efectivamente, y para tu alegría, se trató de un suicidio. En el fondo sientes cierta envidia: aquel pobre infeliz logró consumar lo que tú, con tu patético espectáculo, buscas lograr todas las noches. Afinas tu maltratado sentido de la audición para escuchar lo demás. El individuo fue encontrado bañado en su sangre dentro del baño de su casa. Todo parece indicar que se cortó hasta desangrarse, debido a la cantidad de navajas que se encontraron a su alrededor. El blanco inmaculado de la tina había sido cubierto por un rojo espeluznante, que se mezclaba con el negro de los cabellos atorados en el fondo del desagüe. Era joven, como tú, un pobre joven que logró su cometido.
Luego de escuchar la noticia, vuelves a mirar tu rostro en el espejo: continúa atemorizantemente maltratado. El baño, para tu sorpresa, volvió a teñirse de rojo. La alfombra que habías llevado a la lavandería regresó a su lugar original cubierta nuevamente de pisadas sangrientas, las navajas que habías recogido de la tina volvían a mezclarse con los pelos del desagüe, y el blanco inmaculado había desaparecido del lugar. Caes en la cuenta de que tu rutina cambiará. Tu rostro no se transformará en la máscara que usas todos los días para seguir con tu vida. Tu vida ya no es vida. Lo lograste. Das media vuelta; el gato te mira desde la puerta; te vuelves a sentir intimidado al ver sus pequeños ojos azules mirándote directamente. Despierta.
Natalia Ríos Subiría
DNI: 45045044
Pasar el rato
Era domingo, pero aun así Pablo se levantó temprano. Se destapó con cuidado para no despertar a Marianne. Se miró largo rato en el espejo del baño. Se lavó la cara y los dientes. Se puso un buzo de algodón y una visera. Antes de salir, fue a la cocina y puso agua a hervir. Salió a la calle. Miró el aburrido cielo gris. Respiró profundamente. El aire frío de la mañana le hizo cosquillas en la nariz.
Caminó las cuatro cuadras hasta el puesto de periódico sin pensar en nada. Al llegar, encontró al vendedor abriendo los paquetes de diarios atados con cintas plásticas sobre la vereda. Meneó la cabeza y decidió ir por el pan primero. En la panadería se encontró con su vecino José. Aunque no eran amigos, siempre se saludaban con un buenos días o buenas tardes cada vez que se cruzaban en la calle. José se sorprendió de verlo: ¿Tan temprano ya de pie? Pablo apretó los labios, se encogió de hombros. José sonrió, él siempre se levantaba temprano, enfatizó “siempre”. Es que a nuestra edad, hay que aprovechar cada minuto ¿no cree Ud.? Pablo asintió. Su turno, señaló la caja. José hizo su pedido, pagó y se paró a un lado contando su cambio. Pablo se acercó a la cajera y pidió cuatro franceses, por favor. Pagó con sencillo el precio exacto. Cogió su recibito y fue a recoger su pan al mostrador. José lo siguió: Linda mañana, ¿no? Pablo no supo si estar de acuerdo o no. Todas las mañanas eran idénticas para él.
Salió con dirección al puesto de periódicos. Balanceaba la bolsa de pan suavemente. José lo acompañaba. A Pablo no le molestó que viniera con él. Se le ocurrió que José podía llegar a ser un buen amigo. Necesitaba de alguien con quien llenar el nuevo tiempo libre. Quizás hasta fuera aficionado al fútbol como él, ¿de qué equipo sería? En eso se dio cuenta que José le estaba hablando de política. A él no le gustaba el nuevo Premier, ¿qué le parecía a él? A Pablo no le interesaba la política, más le gustaba el fútbol. ¿Te gusta el fútbol, José? Su vecino pareció sorprendido del tuteo pero sonrió con un brillo en los ojos que Pablo interpretó como de aceptación. Sí me gusta, en mis buenos tiempos jugaba de back. Pablo lo miró de costado: Yo era centre forward, a veces half wing. Habría sido duro de marcar, con esa estatura, José se estaba animando. El vendedor del puesto de periódicos los miraba extrañado, ¿back? ¿Centre forward? ¿Half wing? ¿De qué hablaban los dos viejitos esos? Pablo pidió El Comercio. José no: ¿Para qué compras el periódico? Pablo lo miró, para leerlo, pues, ¿para qué más? No se refería a eso. ¿Entonces? Se puede leer por internet. Pablo asintió con la boca abierta a punto de decir que él no sabía usar internet pero decidió callar.
Se despidieron en la puerta de la casa de Pablo. Quedaron en ver el partido de la tarde en la nueva televisión HD de José. Pablo se sintió aliviado que José fuera del mismo equipo. Marianne se había levantado ya. ¿Dónde estabas? Levantó la bolsa de pan y el periódico. Los dejó en la mesa de la cocina. Marianne preparó café y sacó la mantequilla del refrigerador. Pablo fue a buscar su lapicero rojo. Se sentó a la mesa, hizo la taza de café a un lado. Cogió el periódico y abrió la sección de empleos. Marianne sonrió. Pablo la miró a los ojos, pestañeó: Sólo lo hago para pasar el rato.
Autor: César Klauer
DNI 07715349