La fibromialgia y yo
Hace unos meses, antes que nuestra vida cambiara por la pandemia, mi vida ya había cambiado. En febrero de este año me diagnosticaron fibromialgia.
Este 2020 era mi año, pues soy rata en el horóscopo chino. Se suponía que todo iba a estar a mi favor, pero no fue así. Producto de la fibromialgia, mi nueva compañera y de la cual me estoy haciendo amiga, tuve varios ataques de ansiedad y dos fuertes crisis.
La fibromialgia es una enfermedad reumática crónica de causa desconocida y, según fuentes de EsSalud, afecta a ocho mujeres (entre 30 y 50 años) de cada 10 personas en el Perú.
Produce mucho cansancio, dolores corporales intensos. Incluso, hay casos de personas que no pueden sostener una taza porque el dolor no las deja. También produce insomnio o trastornos de sueño, dolores de cabeza, mucha ansiedad, depresión y por ende, cambios de humor. Y no, no tiene cura.
Diagnosticar esta enfermedad no es fácil. Primero te mandan a sacar varios análisis y exámenes médicos para descartar lupus, tiroides o artritis (enfermedades que comparten los síntomas descritos). Descartadas estas enfermedades y después de una exhaustiva exploración clínica, o al menos así fue en mi caso, bajo la supervisión del Dr. José Antonio Proaño, reumatólogo de la Clínica Angloamericana, el médico presiona ‘los puntos gatillos o dolorosos a la presión’, ubicados en diversas áreas musculares del cuerpo, en especial alrededor del cuello, rodillas, pelvis, codos y columna dorsal.
En total son 18 puntos. Para diagnosticar fibromialgia, basta que sientas dolor en 11. Yo grité ¡Au! en cada punto. En mi caso estaba claro el diagnóstico.
Creo que cuando a uno le detectan una enfermedad pasa por el proceso de vida/muerte/vida –amo usar esta simbología explicada por Clarissa Pinkola, psicóloga junguiana, para ejemplificar lo que sucede en mí-. Empecé con la fase de la vida y dije: ok, esto no es una enfermedad mortal, solo debo aprender a vivir con ella, tomar mis medicamentos, cambiar mi alimentación, hacer mucho ejercicio, no estresarme (al menos intentarlo), hacer yoga, meditar. Hacer cosas que me mantengan tranquila.
En ese proceso estaba cuando la pandemia llegó a Perú. Solo había pasado un mes de mi proceso de adaptación y ahora debía adaptarme a una nueva realidad. No más ejercicio en el parque o malecón, estrés y ansiedad por el encierro en el que estaba. A esto le llamo la muerte, una fase en la que estuve por dos meses sin darme cuenta.
Dejé mi tratamiento médico y todo se fue tornando bastante incierto en mí. Hubo días en los que no podía levantarme, no quería moverme de la cama, lo asociaba a estar cansada por un largo día laboral, hoy sé que no era así. En esos días ya empezaba a tener un cuadro de depresión y no era consciente.
Recuerdo que varios días lloré mientras me bañaba y no entendía por qué. Tenía mucho dolor corporal y también emocional. Los días fueron pasando y en medio del estado de emergencia tuve que mudarme. Al llegar a mi nuevo hogar, los síntomas tomaron fuerza y se enraizaron. Sentía una gran tristeza y no conocía cuál era la causa. Mis ganas de llorar, primero, se ocultaban en mi irritabilidad. Pasaba muy rápido de la alegría al enojo. Estaba muy vulnerable. Era incapaz de mantener una conversación sin llorar.
Los dolores de cabeza me aturdían. El miedo se apoderó de mí y colapsé. Tuve dos fuertes crisis nerviosas. Había tocado fondo.
Dejar el tratamiento es lo peor que una persona con fibromialgia puede hacer. Si empiezas, no puedes parar, ya me lo había dicho mi doctor. Hace un mes volví a tomar mi camino, volví a la vida. Empecé a ejercitarme, regresé a la terapia psicológica (algo vital), a alimentarme bien, a conectarme con mi cuerpo gracias a Marisel La Rosa. Tomé la decisión de cuidarme más que nunca y apoyarme en mi familia, no hay mejor amor que el de ellos y a rodearme de personas que me aman y me suman. Y unas de las cosas más bonitas ha sido reconfirmar, que a pesar de la pandemia, tengo muchas amigas y amigos dispuestos a ser mi círculo de apoyo. Que no temen sostenerme.
Decidí exponer mi vulnerabilidad en este post, porque al inicio de la enfermedad, escuchar frases como: “todo está en ti, aprende a controlarte”, “no te vas a morir, solo tienes un ataque de ansiedad, mañana estarás bien” o “estás haciendo mucho drama”, no nos ayuda. Nos hace sentir peor, minimiza nuestro dolor y nos sentimos culpables por lidiar con una enfermedad que apenas conocemos.
Créanme, nosotras ponemos de nuestra parte. ¡Claro que lo hacemos! Nadie quiere, o al menos yo no quiero, estar postrada en una cama llorando sin poder disfrutar de una copa de vino o un pancito recién horneado.
Si tienes más de un síntoma descrito en este post, te recomiendo visitar a un reumatólogo. Mientras más pronto la enfermedad sea diagnosticada, mejor para ti y los que te rodean.
Y a los familiares, parejas y amigos, les pido que sean muy amorosos y comprensivos. Sé que no todas las personas tenemos la capacidad de sostener y/o acompañar, de hecho ese es un rol para el que no todos están preparados. Pero ese descontrol del que hablo es solo una etapa, mientras nos adaptamos a nuestra nueva normalidad. Y en esa nueva etapa, necesitamos mucho, muchísimo amor y compresión, si no lo pueden dar es mejor que no estén.
Les dejo una conferencia a cargo del Dr. Eduardo Calixto González, investigador, médico cirujano y doctor en neurociencias por la UNAM. Estoy segura que les será de gran ayuda:
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