Yo ya tenía doce años y no lo soportaba más. Mi padre nos llevaba a la cancha con alguna frecuencia y una condición: que nos fuéramos cinco minutos antes del final para evitar las aglomeraciones. Así, durante toda mi infancia, el fútbol fue para mí algo infinito, en sentido literal: algo cuyo final no conocía.
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A los trece me harté. Cuando descubrí que los socios de Boca Juniors podían entrar gratis a la tribuna popular me fui hasta el club, retiré los formularios, rompí la alcancía, me hice la foto –la carita redonda, el pelo largo lacio, la onda que me tapa un ojo– y unos días después me dieron el carnet 5489, socio menor. Por eso el 17 de marzo de 1971 estaba en la tribuna de la Doce.
Era de noche, de verano, y disfrutaba de mi nueva libertad: vería el partido hasta el final. Boca jugaba contra un equipo peruano, Sporting Cristal, por los cuartos de la Libertadores, y solo la victoria nos llevaría a las semifinales. Terminamos el primer tiempo ganando 2 a 1, pero a los 24′ del segundo empató el Sporting. En la cancha se notaba el nervio, saltaban las chispas. En esos días no se hacían análisis antidoping y los vestuarios solían ser farmacias psicodélicas. No sé si fue por eso: el caso es que, tras una discusión menor –un penal que Boca reclamó y el árbitro uruguayo no cobró–, dos o tres jugadores se empujaron.
Nadie sabe –nadie nunca sabrá– cómo eso se convirtió en la gran batalla: segundos más tarde, veinte jugadores y unos cuantos policías se pegaban como si no hubiera mañana. La imagen era épica, patética: docenas de señores pegándose, corriéndose, pateándose. Uno había arrancado un banderín de corner y perseguía a un fugitivo, varios pisoteaban a un caído, uno noqueaba de un puñetón a un comisario, volaban coces en el aire; había caras ensangrentadas, piernas ensangrentadas, más piñas, más patadas, más amontonamientos, más carreras y golpes y desmadre. Y yo, en la popular, gritaba como un desaforado, con otros miles de desaforados, el viejo grito de guerrita: “¡Y pegue, y pegue, y pegue Boca pegue!”. Era penoso: miles de energúmenos pidiendo a nuestros jugadores que siguieran siendo brutas bestias –siendo, nosotros mismos, bestias brutas. Al final, veinte jugadores fueron expulsados y durmieron, con el árbitro, en la comisaría. El partido, por supuesto, nunca terminó: mi padre se había impuesto una vez más.
Aquella noche tremebunda una sola persona se destacó por mantener la calma: Julio Meléndez, el peruano de Boca, uno de los mejores defensores de su historia, trataba de separar a sus compañeros de sus compatriotas –sin conseguirlo, por supuesto. Pero dio el ejemplo: uno que entonces nadie quiso ver. Al día siguiente el general Velasco Alvarado, presidente del Perú, felicitó a sus jugadores y los alentó a que siguieran “defendiendo la divisa con honor e hidalguía”. A don Julio, sospecho, no le interesaba defender divisas particulares sino la más común: la de la humanidad. En estos días cumplió 80 años; sirvan estas palabras para saludarlo con el respeto de un chico de trece que ya pasó de largo los sesenta y todavía recuerda que, entre tanto animal, él eligió ser hombre.
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