Renato Cisneros

Pocas cosas son más conmovedoras que un deportista derrotado. Sobre todo si se trata, como sucede en las competencias olímpicas, de atletas amateurs que han entrando demasiadas horas con la ilusión de consagrar su nombre. Y si en esa derrota asoma la menor sospecha de injusticia, la conmoción del público se convierte rápidamente en solidaridad. Es lo que ha sucedido con Angela Carini, la boxeadora italiana que abandonó la pelea con la argelina Imane Khelif tras recibir un derechazo que le sacudió el rostro. El combate apenas había durado cuarentaiséis segundos. «Nunca me habían pegado tan fuerte», declaró Carini entre lágrimas; su llanto tenía menos que ver con el dolor físico y más con la frustración de saber que su oponente no peleaba en igualdad de condiciones: su prueba genética delataba la presencia de cromosomas XY.

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La empatía con la italiana devino en críticas cargadas de prejuicio contra la argelina por participar en una competencia de mujeres siendo «transexual», un equívoco gravísimo que muchos medios replicaron sin molestarse en verificar. Hay que decirlo con claridad: Imane Khelif es mujer desde que nació, hace veinticinco años. No nació siendo hombre, es cisgénero (nació mujer, se identifica como mujer), de modo que su intervención en el boxeo femenino no es injusta desde el punto de vista estrictamente biológico. Lo que da asidero a la polémica es la condición médica de Khelif, llamada hiperandrogenismo. Ella presenta en su sangre un exceso de hormonas sexuales masculinas, entre ellas la testosterona. Lo que está en discusión es si esa condición determina que su rendimiento físico sea necesariamente superior al de una mujer siempre.

Para la Asociación Internacional de Boxeo (IBA) tanto Imane Khelif como la boxeadora taiwanesa Lin Yu-ting (quien enfrentará hoy a una púgil de Uzbekistán: otra controversia segura) no cumplen los criterios de elegibilidad necesarios para una prueba femenina. Fue por eso que las descalificaron del mundial 2023 en Nueva Delhi luego de que una prueba concluyera que las dos «tenían ventajas competitivas sobre otras competidoras femeninas».

A pesar de ese antecedente, la Unidad de Boxeo del Comité Olímpico Internacional (COI), siguiendo sus propios criterios de elegibilidad, habilitó a ambas boxeadoras para representar a sus países en los Juegos de París. Hace un año, un vocero del World Athletics, órgano rector del atletismo mundial, declaró que el hiperandrogenismo femenino «debe ser compensado de alguna manera para respetar el juego limpio de la competencia».

El asunto es complejo porque compromete nociones médicas, deportivas y sociales muy sensibles, y no parece estar cerca el día en que se llegue a una conclusión que satisfaga a todas las partes.

Creo que lo peor que puede ocurrirle a una competencia deportiva es que se vea anticipadamente perturbada por el manto de la duda. Hasta que la igualdad –no la civil ni la social, sino la puramente física– quede garantizada, quizá sea mejor habilitar espacios de competencia para cada tipo o categoría de deportista. Todos deben poder participar, pero no a la vez ni en el mismo saco. Excluir a alguien por razones médicas o de orientación sexual sería un error tan garrafal como permitir que el deporte distorsione su espíritu de justicia y traicione su principio natural, ese que manda: que gane el mejor, no el más fuerte.

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