(Foto: Archivo El Comercio)
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Gonzalo Carranza

Todo aquel que tiene la responsabilidad y el privilegio de contar con un espacio para opinar en un medio de comunicación debería pegar cerca de su computadora el artículo publicado por el economista Enzo Defilippi el miércoles pasado en este Diario sobre el ‘síndrome’ Dunning-Kruger y su recurrencia en la opinología (y, añadiría, la tuitósfera) local.

Muy resumidamente, David Dunning y Justin Kruger concluyeron a través de varios experimentos que los más incompetentes en un campo suelen ser, también, los que menos capacidad tienen para reconocer sus propias limitaciones. Y si el artículo de Defilippi o las conclusiones de Dunning y Kruger son demasiado extensas, puede bastar un post-it que diga “no escribas de lo que no sabes”.

Hago esta digresión inicial para acompañarla de una confesión: no sé nada particularmente especial sobre el etiquetado de los alimentos industriales. He charlado con algunos expertos, suelo mirar las tablas nutricionales, y he seguido con atención la discusión en medios, pero nada más.

Sin embargo, algo sé de identificar debates que se descarrilan por las presiones de ‘lobbies’ de las partes en disputa, con operadores mediáticos, ‘trolls’ y ‘memes’ al servicio de la desinformación. Y esto es lo que ocurre hoy con el debate alrededor del etiquetado.

Al respecto, recomiendo algunas pautas para que esta discusión no lo enferme tanto como algún bocadillo lleno de octágonos o de rojos semáforos multicolores.

En primer lugar, no crea a quienes dicen que se busca descartar la creación de alertas en los alimentos industriales. Ningún actor en el debate propone ya eso. La discusión está entre dos propuestas distintas de etiquetado: la del Minsa, más orientada a señalar peligros (aunque lo haga sin parámetros claros o realistas en muchos productos), y la del Congreso, que pretende dar más información (con el riesgo del exceso que confunda o anule el objetivo inicial).

En segundo lugar, huya de los tremendismos, de las falacias ad hominen y de los argumentos pseudocientíficos. Ni las iniciativas financiadas por la industrias son envenenadoras seriales (de hecho, mucho se ha avanzado en que hagan los ‘disclosures’ de rigor) ni todo nutricionista o especialista en salud pública está libre de agendas particulares. Analice los argumentos y las evidencias, no a los mensajeros.

Y, en tercer lugar, no pierda de vista que el debate ignora ese gran componente de nuestra canasta alimenticia que es la comida preparada fuera de casa. Complejo etiquetarla, es cierto, pero si la obesidad y el sobrepeso se vuelven preocupaciones nacionales, no podemos olvidarnos de los patrones de consumo ‘realmente existentes’.

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