El toro de Pucará nace en la parcialidad india de Santiago de Pupuja, provincia de Azángaro, en el departamento de Puno. En medio de un paisaje seco, pelado, típico del duro altiplano, surge este minúsculo pueblecito. Indio por sus gentes, indio por su arquitectura.
Santiago de Pupuja, como casi todos los pueblos de las alturas peruanas, se dedica a la agricultura y a la ganadería y es, además, alfarero. En este pueblito lleno de encantamientos, se hace el ya famoso torito cerámico llamado “de Pucará” por ser el nombre de la estación donde se vende, situada en la línea férrea de Puno a Cusco. Santiago de Pupuja dista más o menos seis kilómetros de la estación de Pucará.
¿Cómo y cuándo nace el torito de Pucará? Las primeras noticias de la llegada de toros al Cusco nos la da el inmortal Inca Garcilaso de la Vega en sus Comentarios reales cuando dice: “Los primeres bueyes que ví arar fué en el valle del Cozco, año de mil quinientos y cincuenta, uno mas o menos, y eran de un caballero llamado Juan Rodriguez Villalobos, natural de Cáceres; llamavan a uno de los bueyes Chaparro y a otro Naranjo y a otro Castillo; llevóme a verlos un exército de indios que de todas partes ivan a lo mismo, atónitos y asombrados de una cosa tan monstruosa y nueva para ellos y para mí. Dezían que los españoles, de haraganes, por no trabajar, forzaban a aquellos grandes animales a que hiziesen lo que ellos havían de hazer. Acuérdome bien de todo esto, porque la fiesta de los bueyes me costó dos dozenas de azotes: los unos me dió mi padre, porque no fui al escuela; los otros me dió el maestro, porque falté della”.
La fecha de su nacimiento no pudo coincidir con la que el indio contempla por vez primera al hermoso animal astado. Su nacimiento debe haber sido muchos años más tarde, o sea cuando el indio se hace pequeño ganadero. La realización cerámica, como veremos más adelante, nos prueba esto. Habría que averiguar cuándo el indio se hace ganadero y sobre todo desde cuándo realiza la fiesta del “señalaco”. Es esta fiesta, de un hondo sentido mágico-religioso, la auténtica partida de nacimiento del torito famoso.
Es un día de sol esplendoroso. Desde muy temprano, van llegando los indios al recinto cercano que, desde la noche, guarda el ganado para el “señalaco”. Ya está allí toda la comunidad. Lentamente y en medio de un silencio impresionante, donde solo se oye el siseo aymara de las órdenes, va apareciendo en el suelo la abigarrada algarabía de los colores cortados en trozos rectangulares: son los ponchos que servirán de altar a esta extraña ceremonia.
Este lento y prolongado trajín inquieta a la gente y a los músicos ansiosos por dar comienzo a la fiesta del día tan esperado en la parcialidad de Santiago de Pupuja. Ya se ha hecho la “quinta”, se han escogido las hojas más grandes entre los montones de coca y se han colocado en las “chuas” para ser quemadas a manera de incienso. Cogen al novillo más hermoso, al que le atan fuertemente las patas, y es llevado y colocado sobre los ponchos. Ahora comienza la operación de señalar al novillo que hará rebaño. Le pintan con “taco”, ocre de color claro disuelto en agua, las volutes, rayas, aparejos y caronas, dándole un aspecto fantasmal. Luego, le hacen unos cortes sobre las cejas, después otros sobre la nariz y, finalmente, en la parte blanda del pecho. Las incisiones en esta parte, digamos la papada, son verdaderos ojales que los entrelazan. Han terminado de hacerle lo que ellos llaman “huallcus”. Cicatrizan las heridas espolvoreándole cenizas. Ya está el torito señalado y han escogido al más hermoso y que servirá de padrillo.
Como vemos, esta ceremonia tiene un sentido ritual pagano para propiciar a los dioses y a la madre tierra a fin de aumentar el ganado. Los indios se preparan con flores y frutas: naranjas, manzanas, membrillos, etc., para ser arrojados al novillo señalado, como el clásico arroz en las bodas. Como parte final del señalamiento, le echan al sufrido torito alcohol en la nariz y ají molido bajo de la cola. El objeto de esto es que el torito, una vez desatado, salga airoso y rebrincando y, así, él inicie el baile y la fiesta. Este rebrincar lo sellan con una lluvia de frutas y flores. En medio de los saltos del torito, se desata la tempestad de música y gritos y corre el licor como el agua en el río vecino.
Enrique Camino Brent fue parte de la generación de artistas que puso en evidencia el alto valor y la riqueza del arte popular peruano. Fue muy amigo y admirador de Joaquín López Antay, entre otros artesanos peruanos.
El toro cerámico de Pucará lleva todos estos atuendos. Las rayas, las volutes, la carona, están en él exactamente como pintaron al torito vivo. El indio alfarero ha observado que el torito, una vez desatado, se lame con fuerza el hocico al sentir el ardor del alcohol. Al toro cerámico lo vemos haciendo lo mismo. El rabito volteado sobre el anca nos está mostrando el desasosiego y el rebrincar producido por el ají.
Mucho se ha hablado del torito de Cuenta en España como el posible origen del toro de Pucará. Nada menos cierto que esto. Lo único en común que tienen es que representan al mismo animal. El nacimiento del de Pucará es completamente distinto del de Cuenca. El uno nace reproduciendo determinados adornos, en una auténtica fiesta india, reflejo telúrico del aymara, y el otro, el de Cuenca, no pasa de ser un verdadero recipiente para líquidos. No lleva ningún adorno y está lejos de tener el mágico embrujo de la pieza popular más lograda de toda América.
El toro de Pucará está totalmente realizado a mano, es decir, con la ausencia absoluta de moldes. Solamente intervienen dos elementos mecánicos. Uno para hacerle los ojos empleando una llave hueca de canuto y, el otro, un pequeño moldecito para hacer los rosetones con que va adornado. Estos los hacen presionando el barro sobre el molde como si fuera un botón y luego pegándolo al torito con la barbotina, que viene a ser el barro finísimo que queda en el tazón donde el alfarero se moja las manos.
La quema la hacen en hornos improvisados, muy rústicos. Primero cavan en el suelo un hoyo grande, revestido con una capa de guano de vacuno, bosta, y le llaman “kagua”. Luego colocan la primera tanda de objetos para quemar (ollas, toritos, caballitos, etc.), y sobre estos objetos colocan otra capa de guano de auquénidos llamado por ellos “taquia”. Así, van colocando capas de objetos, realmente como un alfajor de tapas, y, por último, cubren el montículo con más bosta y le echan guano en polvo, que sirve como explosivo para provocar la quema, que durará 24 horas y llegará a producir de ochocientos a novecientos grados de calor. Los hornos los encienden al atardecer, cuando comienza a soplar el viento de la puna. Este genera un desplazamiento de la llama produciendo dos tipos. La oxidante, que es una llama limpia y de quema pareja, y la otra, la llama reductora, cargada de carbono y que produce los toros mal quemados, llamados “overos” en el argot alfarero de Pucará. Esta llama reductora cargada de humo no solamente quema mal sino que da las sorpresas de horno con manchas raras.
Hay un tipo de torito que no presenta vidriado. Este está bañado con arcilla blanca como si fuera un engobe. Los dibujos están hechos con escoria de plata y antimonio, que produce ese color melado tan característico. El material para el vidriado lo sacan de las cercanías y es una piedra que llaman “negra”, que contiene diversas cantidades de óxido de cobre y óxido de manganeso. La muelen en morteros o molinos muy primitivos. El toro de Pucará llega a tener vida propia. Nos habla con el mismo aliento primitivo con que ha sido creado. Gracias al milagro creador en el arte, le da el indio toda la prestancia de los legendarios toros de la mitología helénica.
Me es imposible tocar el arte popular peruano y, en especial, al toro de Pucará, sin que venga a mi mente el cálido recuerdo de uno de sus más grandes cultores: José Sabogal, el recordado gran pintor. Fue el primero en escribir sobre el tema y el que le dio la alta jerarquía que su prestigio significaba. Lo trató con el amor que estas puras manifestaciones populares despertaban en él. Invalorable ha sido para mí lo dejado por José Sabogal y, así, haber podido ofrecerles esta charla.
“Agradecemos a Federico Camino Macedo el habernos autorizado la reproducción de esta conferencia”.
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