Por razones personales, estuve en España e Italia en febrero de este año, cuando pensábamos que eso que llamaban COVID-19 era un asunto lejano. En el vuelo a Madrid pocas personas usaban mascarillas, lo cual no parecía tan extraño. En Roma, al llegar a Ciampino, todos los pasajeros –entre medias sonrisas y miradas nerviosas- pasamos por un control de temperatura. El resto del viaje transcurrió sin contratiempos. Pero al volver a Lima, las noticias empezaron a ser más preocupantes. Pronto, la situación se volvió inmanejable.
Diez meses después, me siento un afortunado. No pesqué el virus y mis seres más queridos tampoco. Conozco, sin embargo, casos de familias que quedaron destrozadas en solo días, así como largas y desesperantes agonías que no tuvieron finales felices.
Ayer, el Ministerio de Salud informó que superamos el millón de contagiados. Exactamente 1′000.153 desde que la pandemia llegó a nuestro país. Es probable, según diversos especialistas, que la cifra sea mayor. El manejo del virus ha sido tan desprolijo que se estima que hay decenas de miles de casos no detectados. Aún se siguen tomando muy pocas pruebas moleculares (el último registro señala apenas 7.491), la positividad ha vuelto a trepar –en moleculares anda por el 9%- y la demanda por camas UCI crece a niveles alarmantes, tanto que en Piura ya es imposible conseguir alguna.
Tengo la suerte de que mis padres estén vivos y sufro terriblemente por no poder abrazarlos en Nochebuena. Pero aunque me duela, entiendo que es lo mejor para ellos y para mí. Hoy más que nunca necesitamos tener conciencia de que el virus no se ha ido ni se irá. Que ante la imposibilidad de acceder a una vacuna en el corto plazo, solo nos queda aumentar las precauciones. Es un esfuerzo más, de los tantos que hemos hecho en este año que recordaremos como el peor de nuestras vidas. Pero vale la pena. En la batalla contra el virus estamos solos, así que de nosotros depende seguir en la lucha. Cuídese, cuidémonos.
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