"Yo a esa mierda de música llamada rock and roll no le doy ni cinco años de vida”, dijo Frank Sinatra en 1957: “Es la forma de expresión más brutal, desagradable, degenerada y viciosa que he tenido la desgracia de escuchar. En su mayor parte está cantada, tocada y compuesta por gansos cretinos, con sus casi siempre imbéciles reiteraciones y sus letras taimadas, lujuriosas y sucias. Se las arregla para ser la música marcial de cada delincuente con patillas que habita la faz de la Tierra”.
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Ya han pasado 63 años del vaticinio y todo indica que la música de marras se resiste a desaparecer. Yerba mala por excelencia, el rock echó tantas raíces en las profundidades del planeta que lo que más odiaba Sinatra ha terminado formando parte consustancial de su ser. Porque, en realidad, no era brutalidad ni cretinismo: era energía. Esa que no se crea en la guitarra de Chuck Berry ni se destruye en las patillas de Elvis. Esa que solo se transforma y llega hasta nosotros en forma de pogo.
EL OJO DEL HURACÁN
También le dicen mosh, mocha, tangana, olla o pateo. En inglés las variables son mucho más ricas y específicas. Se le dice ‘moshing’ o ‘mosh kryss’ al acto de nadar sobre la marea de gente. Algunos creen que lo inventó Sid Vicious, pero por su primitivismo, transgresión y perfección estética el precursor natural debe ser Iggy Pop. La iguana no reptaba: hacía resbalar su cuerpo untado con mantequilla de maní sobre el respetable. Que el heavy metal y sus derivados hayan degradado el intercambio energético del punk en peleas a patada limpia —"hardcore dancing"— solo corresponde a la medianía infantil del género.
El ‘wall of death’, por su parte, consiste en dividir al público en dos mitades que a la primera señal de la banda, generalmente el ‘chorus’ de la canción, chocan fraternalmente entre sí. En el ‘mosh pit’ la colisión será menos organizada y su onda expansiva forma círculos de carne y huesos. El ‘stage diving’ ocurre cuando la banda permite que los bailarines se suban al escenario y se lancen en picado al océano de brazos que los amortigua y, eventualmente, los hace resbalar como a Iggy. En el ‘headbanging’, más bien, la sacudida de cabeza en círculos es un riesgoso asunto personal e instransferible.
En todo caso, el pogo y sus variantes componen un ciclón uniforme gobernado por la fraternidad. Cuando alguien se cae, se forma un círculo de protección hasta que se levante o lo ayuden a hacerlo. Para que el flujo solidario no se detenga y siga su curso. Todo depende de la intensidad de la banda o del Dj: se poguea desde el punk hasta el dark-etéreo, el dancehall, el electroclash, el dubstep y la música industrial. El baile ancestral es una exploración con todos los instrumentos que ofrece el delirio.
Y ocurre especialmente en clubes ubicados en Brooklyn y en el Lower East Side de Manhattan. Unos son nuevos, otros ya pueden considerarse clásicos al haber atravesado décadas con sus cimientos soportando a pie firme la hecatombe. En el centro de urbe, por ejemplo, están The Bowery Ballroom y Mercury Lounge. Y pasando el puente, Baby´s All Right, Brooklyn Bazaar, Elsewhere, Warsaw y Brooklyn Steel. La rotación es con bandas icónicas como the Misfits, Rancid y Bikini Kill hasta grupos nuevos oriundos de la gran urbe como Bodega. Y allí, en el ojo del huracán, un peruano.
EL TRUENO DEL ROCK
“La idea era llevar una cámara no muy grande ni pesada, que pasara desapercibida, con buena captura de luz y controles muy simples”, dice José Antonio Rosas (Lima, 1970). Hasta el año pasado estudiaba en la International Center of Photography y, como tenía que desarrollar un proyecto fotográfico para graduarse, decidió incursionar en los clubes antes mencionados. ¿Los escogiste por el efecto colateral de la música sobre su audiencia? “Efectivamente, buscaba bandas cuya música fuera rápida, dura y que tuvieran una base leal de fans. No pensé hacer retratos sino en capturar momentos de alta energía donde se funden los rasgos con la fuerza de sus movimientos”.
Pulsión primaria que Rosas aprehende y, de paso, organiza “El caos cobra vida”, muestra de fotografías en blanco y negro en gran formato y un libro que las contiene. Al final, el impactante resultado terminará emparentándolo con el célebre fotógrafo de rock Jim Marshall y sus herederos —David Godlis el punk neoyorkino de los 70, Kevin Cummins la escena de Manchester en los 80, Charles Peterson y Lance Mercer capturando el grunge de Seattle en los 90—. Un bloque de veintinueve fotografías congeladas por el incombustible trueno del rock.
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Lugar: Galería Fail. Dirección: General Borgoño 756, Miraflores. Fecha: Hasta el 18 de marzo. Horario: De martes a sábado, 10 a.m. a 6 p.m. Ingreso: Libre.
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