En su última campaña presidencial, Alan García supo siempre que el camino sería cuesta arriba. Llevaba el cálculo de la cantidad de titulares que en los últimos años se habían publicado sobre él (3.600, sin contar los noticieros) y aseguraba que tenía una imagen que defender. Por ratos, sin embargo, le asaltaba la sensación de estar caminando por el borde de una piscina. Temía elegir no lanzarse, pero resbalar y hacer el ridículo. Empezó a indagar entre su gente de confianza si era conveniente aceptar la candidatura o no. “Esto es como una pelea de box. ¿De qué sirve que yo lo anime a subir al ring si usted no quiere estar ahí?”, le respondió su secretario, Ricardo Pinedo. Preguntaba por encuestas y sondeos, necesitaba conocer el terreno que pisaba. Un día despertaba convencido de que el pueblo no vería con buenos ojos el que quiera superar a Belaunde y convertirse por tercera vez en presidente. “Caramelo una vez, caramelo dos veces, pero tres ya es mucho”, reiteraba siempre. Y al día siguiente pensaba que podrían tener razón quienes le decían que la experiencia ganaría a la improvisación. “Tú te la llevas”, le animaban. Después se acordaba del lema de su vida: “para ganar una elección presidencial tienes que morirte de ganas de serlo”. Y él no tenía ganas. Toda la campaña le molestaba. “Es como empezar el colegio de nuevo”. No sabía en qué lugar de su memoria había quedado el dinámico candidato de mediados de los 80 empezando a disfrutar del despliegue de carteles y afiches con su nombre por todo el país. En aquella, su primera y emblemática campaña presidencial, entendió y adoptó las claves del marketing político que diseñaba para él Hugo Otero. Ya no podía ir por la vida pregonando que “el aprismo salvará al Perú”, sino “mi compromiso es con todos los peruanos”. Los puristas de Alfonso Ugarte levantaron una ceja, le exigieron reponer en la simbología del partido al imponente cóndor y dejarse de palomitas blancas, carajo. García, la promesa del Apra integradora, continuó su campaña sin mirar atrás.
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