El Festival de Cannes es una gran convención de imitadores de James Bond. Hombres de etiqueta, mujeres fatales, sonrisas brillantes para los ‘paparazzi’. Para el escritor Fabián Casas (Boedo, Buenos Aires, 1965), todo ese ambiente resultaba opresivo, quemante. Su cómplice, Viggo Mortensen, pensaba lo mismo. En mayo del año pasado, el guionista y el protagonista de “El Señor de los Anillos” presentaban en el festival francés “Jauja”, cinta dirigida por Lisandro Alonso. “Hagamos una estupidez”, propuso el actor, abriendo la maletapara sacar de ella la banderola del San Lorenzo. Casas jugó con él en pared: mientras actrices hacen mohínes y galanes alzan la ceja, los dos cuervos fanáticos del ciclón claman “¡Queremos la Copa!” sobre la alfombra roja. “Lo hicimos para divertirnos un cacho. Si no le ponés un poco de ficción a la realidad, se vuelve un infierno”, me dice el escritor. Por cierto, su filme obtuvo el premio de la crítica. Y el San Lorenzo, que entonces estaba en semifinales, se llevó la Copa Libertadores.
Casas ríe al recordar la performance. El escritor visitó de nuevo Lima, ciudad que tan bien conoce, para presentar “Titanes del coco”, su novelamás reciente en la Feria del Libro Ricardo Palma. Una obra que nos lleva casi a la prehistoria: al tiempo en que los periodistas aún fumaban en sus redacciones. “Parece que hubiera pasado un millón de años”, dice. En efecto, buena parte de la novela nos habla de la humanidad de aquellos tiempos, “cuando se veneraba al periodista que sabía, mientras que ahora solo se busca al eficaz”.
—¿Crees que no hay vuelta atrás en ese deterioro que ha sufrido el periodismo?
Yo siempre soy de la resistencia. En el periodismo siempre habrá gente que intente hacerle trampas a la Matrix, gente que trafique poesía en sus textos. Recuerdo cuando trabajé en “Olé”, un diario deportivo donde si pasaba una vaca volando y no tenía botines, ellos no la veían. ¡Era increíble la poca cultura que tenían esos tipos! Pero notabas cuando alguno que otro tenía otros intereses, cuando leías lo que escribía, cuando lo veías poner títulos.
—¿Por qué abandonaste las redacciones periodísticas?
Yo dirigía una revista, y el verano pasado sus dueños formaron un multimedio para dejar de tener revistas de papel. Lo que me proponían era quedarme para ser una especie de ‘cleaner’, que botara al resto de la gente. Y me negué. Me fui y empecé a dar clases, talleres de escritura, de poesía, de ensayo, de filosofía. Y mi vida cambió por entero. Lo único que hago ahora como periodista es una columna semanal en el diario “Perfil”. Nada más. No me he peleado con el periodismo, más bien el periodismo me expulsó a mí.
—¿No es terrible que a los 50 años un periodista se sienta un dinosaurio?
Claro que es terrible. Te sentís como esa especie de sistemas operativos de la computadora que no funcionan más. Yo soy un paranoico. ¡Me gustan las grabadoras con caset! Y en Buenos Aires ya no las encontrás. Te sentís un poco así.
—En tu novela cuestionas cómo en los noventa había quienes buscaban hacer un “periodismo sin periodistas”. ¿Triunfó ese modelo hoy?
Pienso que es una especie de distopía. Hoy puede estar detrás de una noticia alguien que ni siquiera desea ser periodista. Es parte de la cultura corporativa, globalizada, estereotipada. Yo daría la pelea por un periodismo con corazón. Más inquietante, que piense incluso contra sí mismo.
—Han pasado diez años entre tu último libro de ficción y “Titanes del coco”. ¿Qué pasó entre tanto?
En realidad, fueron de ocho a nueve años escribiendo estos relatos. Escribo a mano, en un cuaderno, y después lo subo a la computadora. Allí tenía separadas tres carpetas: “El libro de los peruanos”, “El libro de los periodistas” y “El libro del preceptor”. En un momento, me di cuenta de que la lectura lineal no me funcionaba y que los relatos podrían mezclarse y funcionar como una constelación. En ese sentido, el libro tiene retazos de cosas vividas, ideas para ensayos y pequeños poemas en prosa que no van hacia ningún lado, sin una finalidad narrativa. Traté de elaborar con bastante libertad. Nunca la novela se tranquiliza. Ese puede ser su poder y a la vez su debilidad.
—¿Qué significa para ti que se “tranquilice” una novela?
Hubo un técnico de San Lorenzo que se llamaba Juan Antonio Pizzi, anterior a Bauza, que yo admiro mucho. Es muy ofensivo. Salimos campeones con él. Un día, la cámara de televisión lo tomó diciéndole a su asistente algo que hoy se lo digo a mis alumnos de literatura creativa: “Este partido está controlado. ¿Cómo lo enloquecemos?”. ¡Qué buena frase! Hay escritores que parecen escritos por su público, que lo que hacen es solo confirmar lo que el público ya quiere. A mí me gustan los autores que escriben pensando que su lector no surgirá en el tiempo que le ha tocado vivir. Eso me parece liberador. La novela no busca conformar.
—Hablando de aquel “Libro de los peruanos” de tu proyecto original, ¿cuánta presencia tiene el Perú en el imaginario del porteño actual?
En general no podría decirte. Pero en el mío, mucha. Uno de los escritores que más me marcó de chico fue César Vallejo. Para mí, no entender “Trilce” a los 20 años y después entenderlo tras dos años de viajar por Latinoamérica, fue como entrar en la literatura de verdad. Me di cuenta de que para entender “Trilce” tenías que vivir. Trilce no es vanguardista solo por su trabajo en el sistema literario, lo es porque es un libro terriblemente vital. También me marcó mucho conocer la vida de Javier Heraud, un Rimbaud latinoamericano, pero que se entiende. Una vida muy rápida, intensa, que representa toda una generación que decidió cambiar el mundo y que fue masacrada. Y dejó esos poemas tan cristalinos, limpios, influenciados por Machado y por T.S. Elliot... Mi novela sobre peruanos era más larga y había ficcionalizado a Heraud, pero lo dejé de lado. Opté por la historia de una familia peruana que vivía en Buenos Aires.
—En la novela muestras una cierta admiración por el peruano en su faceta de sobreviviente...
Sí, sí. Me inspira mucho la gente que no tiene deseos de trascendencia social. Para mí, ellos son los verdaderos budistas. Gente que está en su casa, que vive una vida privada, que vive en función del servicio para los demás, que lava los platos en la noche y ve la tele. Esa es su vida y les parece hermoso. Y la historia de los peruanos tiene eso. Son pobres, nómades y, sin embargo, le ponen intensidad a sus vidas.