MARTHA CANFIELD (*)
Hoy, 13 de abril, Jorge Eduardo Eielson habría cumplido 90 años. Hubiéramos festejado su cumpleaños en Florencia, con una rica cena preparada por mi esposo, David Antoniucci, gran cocinero según Jorge, que se atrevía a competir con él solamente si podía preparar platos peruanos. Hubiéramos invitado a varios amigos comunes, empezando por su editora florentina, Nicoletta Pescarolo; y luego su querido amigo, experto de literatura inglesa y de arte contemporáneo, Aldo Tagliaferri; la artista alemana residente en Milán, Eva Stuckman; el actor y terapeuta Ivan Sirtori. Tal vez hubiera venido también Giuliano Gori, coleccionista de arte contemporáneo que lo invitó a realizar instalaciones y performances en su residencia-museo “Fattoria di Celle”.
Pero Jorge ya no está con nosotros; terminó su extraordinario recorrido vital el 8 de marzo del 2006, agotado por una enfermedad larga y penosa a la que supo enfrentar con la lucidez y la serenidad que eran sus rasgos más característicos. Y nos ha dejado – además de una maravillosa lección de vida y de humanidad – una obra que sin duda con el tiempo seguirá creciendo y difundiéndose más y más.
EIELSON CÓSMICO
Varias veces me han preguntado cómo se podría definir a un artista tan complejo y múltiple como él, creador e innovador tanto en las artes plásticas como en la literatura. Y siempre digo que el término que mejor lo define es la ‘movilidad’: él adoraba la novedad, los cambios, los viajes, los desplazamientos en el tiempo y en el espacio. Como se sabe, siendo muy joven –pero habiendo ya ganado el Premio Nacional de Poesía del Perú– dejó su país para trasladarse a Europa y vivió en París, en Ginebra, en Roma, en Florencia, en Venecia, en Milán; y después en Nueva York, en Caracas, en México, y luego otra vez en Italia, exactamente en Milán, donde de hecho transcurrió la mayor parte de su vida. En su poesía ha quedado el testimonio de esa sed de ubicuidad; y donde no había estado físicamente, lo estuvo con el deseo, con la imaginación y con el estudio. Algunas zonas de los Andes peruanos, por ejemplo, hubiera deseado tanto visitarlas; porque Eielson era un atento investigador de culturas preincaicas, que aun no habiéndolas visto con sus ojos, las sentía dentro suyo, como una parte incluso de sí mismo. Y las sentía con esa intensidad, casi se diría con la devoción, que comunican algunas obras pictóricas suyas, como “La pesca milagrosa” (1984), por ejemplo, o “Chancay” (1986), así como algunas composiciones poéticas, como el espléndido poema “Nazca” (incluido en “Celebración”, 2001).
AMOR POR LO NUEVO
O sea que él cumplía viajes en el tiempo y en el espacio, hacia sus raíces ancestrales. Pero también hacia adelante, hacia el mañana intuido y en seguida expresado en formas artísticas, a menudo anticipatorias. Eielson estaba dotado, en efecto, de una extraordinaria capacidad de anticipación, que para él era al mismo tiempo una fuente de placer, dado que su amor por lo nuevo estaba asociado a una infatigable índole lúdica. ‘Puer Aeternus’ lo había definido yo en una ocasión, con un cierto temor de que no le gustara esa etiqueta; pero él la aceptó inmediatamente, complacido y divertido. Soy así, me decía, y se reía como un niño desenmascarado en pleno juego.
LUMINOSA SERENIDAD
Sin embargo, esta movilidad, este gusto del juego, este frenesí incluso, que no obstante nunca se separaba del rigor creativo y de la seriedad investigativa, terminó por confluir –por mucho que pueda parecer paradójico– en lo que la crítica ha subrayado frente a tantas obras suyas y que ha definido como una “luminosa serenidad”. Esta serenidad se deduce, tanto de la calma vibrante de sus telas anudadas, como de la armonía ilimitada de sus constelaciones, como de sus últimos poemarios, esos que se nos presentan “sin título” (porque unen imagen y palabra) y amorosamente “celebrativos”: “Sin título” (2000), “Celebración” (2001), “Nudos” (2002), “Canto visible” (2002), “Del absoluto amor y otros poemas sin título” (2005).
Creo que la enseñanza principal que se recibe de Eielson, a través de su constante, vertiginosa y diversificada experimentación, es precisamente una lección de serenidad conquistada que desemboca en esas fuentes de placer inmóvil que son sus nudos. En esa serenidad se percibe lo que el hombre desde siempre va buscando: la armonía de los opuestos. En esta conjunción, vida y muerte se reúnen con la naturalidad de un ciclo circular sin fin, como él mismo lo dijo espléndidamente en uno de sus últimos poemas que hoy está reproducido delante de su tumba:
SÉ PERFECTAMENTE QUE MI CASA
Es una estrella
Que se llama vida
Y que esa estrella es la tierra
Y que después tendré otra casa
En otra estrella
Llamada muerte
POLVO CÓSMICO
En una de las muchas conversaciones que tuve a lo largo de mi entrañable amistad con Eielson, una parte de las cuales han dado lugar a la publicación de un libro (“El diálogo infinito”, México, 1995;2ª ed. ampliada, Sevilla, 2011), le pregunté la razón por la cual él le había pedido a la NASA la dispersión de sus cenizas en el espacio cósmico con la ayuda de una nave espacial. Y él me contestó: “Como otros artistas que admiro y que amo, yo también he tratado de hacer de mi vida una obra maestra. No creo haberlo logrado. Pero trataré de hacerlo con mi muerte. Es la última posibilidad que me queda”.
Habiendo estado cerca suyo en tantos momentos de su vida –importantes y no– y también en su muerte, creo poder afirmar que sí lo logró: con la simplicidad y con el esplendor que eran la cifra excepcional y maravillosa de su ser.
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(*) Presidenta del Centro Studi Jorge Eielson e investigadora de la obra de Jorge Eduardo Eielson.