Sobre la vereda de una calle en San Isidro, un hombre ciego besa una quena. Los acordes vuelan hasta el cristal de los edificios, rebotando. Remezclándose con los motores a combustión. Para el transeúnte, entonces, la flauta será un medio de transporte invisible hacia una geografía equidistante entre la cordillera y la jungla: su flujo melódico invoca ese desgarro típico de las soledades altoandinas, sí, pero esta vez el torrente viene cargado con matices festivos. Con colores salvajes. Con un registro cromático que desborda las tres octavas y gana los aires como aquellos ‘vientos desenroscados de la Esfinge’ a los que cantaba Vallejo.
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