Es 1963 y una multitud compuesta por tres quinceañeros con acné le dan un puntapié al sosiego que triangula entre el Bavaria de Diagonal, el Supermarket de Larco y las tiendas Tía de Schell. La perniciosa manipulación de la palanca ubicada bajo las cuerdas de la guitarra hace vibrato, hace trémolo, estropea la simetría. Para un viaje gratuito y sin escalas hasta las profundidades del western, del oleaje hawaiano, del Marshall saturado. Que abre una herida. Y multiplica la explosión.
—Rápidos y furiosos—
Más de medio siglo después, una mano con guantes quirúrgicos abre la habitación de los carretes, abre la bolsa sellada donde están las cintas matriz de ¼ de pulgada. En aquellos tiempos todo ese cromo se fundía sobre acetato caliente. Ahora viaja a una isla digital de alta resolución. Del frágil pergamino al cerebro de una computadora: limpieza de ruidos, extracción de bolsas de aire, ecualización y remasterización. Un escalpelo digital eviscerando cada uno los 34 temas grabados entre 1965 y 1970 sobre 14 cintas de calidad y reproducción variable.
Porque en las grabaciones de otrora nada era uniforme. Por ejemplo, “El baile del pájaro tablista” –originalmente “Surfin bird” de The Trashmen– presentaba una interferencia eléctrica en el centro del tema, exactamente cuando todos los instrumentos quedan en silencio menos los amplificadores, que se acoplaban al micro de Gerardo Rojas. El algoritmo corrigió por defecto y ahora la voz se derrama límpida a capela. Una buena amalgama de hardware, software y fuente de origen en aras del sonido perfecto.
“Textura, fuerza, peso y color; todo eso tiene este disco”, dice Andrés Tapia del Río (41), remasterizador graduado en You Tube y hombre orquesta de Repsychled Records, sello artesanal que ha relanzado rock peruano antiguo en 42 CD y 2 LP, incluyendo a Los Saicos. Ejemplar trabajo de arqueología musical que, esta vez, desempolva “Bule bule”, “Snoopy Vs el Barón Rojo”, “96 lágrimas” o “Lupe vuelve a casa”, éxitos absolutos que los quinceañeros Pico Ego Aguirre, Juan Luis Pereira, Raúl Pereira y el niño baterista Carlos Manuel Barreda (12) hacían estallar en matinales, radioemisoras y kermeses antes de su anclaje final en aquellas cápsulas del tiempo que Iempsa atesora mejor que la fórmula de la Coca-Cola.
—Enfermedad, la la—
En aquellos tiempos tan parecidos a los nuestros –políticos mentirosos y, esto no, Glostora en el pelo– a todo sonido electrificado le llamaban rocanrol. ¿Cómo definir, entonces, este estruendo revulsivo y garajero de ignota procedencia underground? “Ritmo enfermedad”, eficaz sobrenombre pergeñado entre las enaguas de alguna dama respetable, en la pajarita de algún varón bienpensante. El cuartel general de Los Shain’s estaba ubicado en la esquina de Carlos Tenaud con la 42 de Paseo de la República. Esa era la zona cero.
Caminando hacia Domingo Orué vivían Los Silvertons, Los Zodiac y Los Sunset. Hasta una frontera infranqueable, el ‘by-pass’ del cine Orrantia: más allá vivían Los Doltons, archienemigos en la disputa de las matinales de domingo en una ‘tourné’ que los llevaba a tocar en los cines Ídolo, Tacna, San Felipe, San Antonio, Francisco Pizarro y Sáenz Peña del Callao. Programas como “El clan del 4”, “El clan del twist” –competencia de Crush–, “Cancionísima” del Canal 13 y el “Hit de la una” en el mediodía de Panamericana Televisión servían rock peruano hasta en la sopa. Furor incólume hasta los “Domingos gigantes” de Humberto Vílchez Vera, para un declive setentero coincidente con la desaparición del conductor en algún umbral de la Casa Matusita.
Todo eso representan Los Shain’s, además de la aclimatación del sonido The Ventures, The Astronauts, Trashmen, The Shadows, Beach Boys y The Beatles en las tierras del indómito inca. Un colectivo multitudinario hasta en sus diferentes formaciones. Con su ilustre cantante Gerardo Manuel Rojas librando desigual batalla contra el Parkinson, el plextro de Pico Ego-Aguirre (69) atiza en solitario un fuego francamente inextinguible.