El Convenio 169 sobre Pueblos Indígenas y Tribales fue adoptado por la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en 1989. Ese convenio establece, entre otros, el derecho de esos pueblos a ser consultados sobre cualquier proyecto en sus territorios que pueda afectar sus intereses o derechos colectivos. Si es de los que creen que la consulta previa favoreció a grupos radicales enemigos de la inversión minera, puede culpar por nuestra adhesión al Convenio 169 tanto al gobierno de Alberto Fujimori (que aprobó su adopción en 1993), como al Congreso Constituyente Democrático de mayoría fujimorista (que permitió su ratificación). Pero fue recién en el 2011 que el Perú se convirtió en el primer país latinoamericano que convirtió el derecho a la consulta previa en ley. Cerca de una década después, sin embargo, su grado de aplicación y sus implicaciones prácticas siguen siendo materia de controversia.
Menciono ese antecedente para que se entienda por qué creo que las implicaciones prácticas de ratificar el Acuerdo de Escazú no tendrían la trascendencia que parecen atribuirle quienes participan en el debate en torno a él. Pero, al margen de su importancia relativa, el debate debería cuando menos atenerse a lo que dice ese acuerdo.
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En mi opinión, quienes se oponen a la ratificación del Acuerdo de Escazú (el cual versa sobre el acceso a la información, la participación pública y el acceso a la justicia en asuntos ambientales en América Latina y el Caribe) no se atienen a lo que este dice. Por ejemplo, el pronunciamiento de la Confiep en contra de su ratificación sostiene que esta implicaría “la abdicación a nuestra soberanía sobre nuestro territorio nacional ya que el Perú estaría expuesto a los marcos normativos internacionales”. Lo dicho sobre la soberanía, simple y llanamente, no es cierto: el artículo 3 del Acuerdo de Escazú establece los principios que guiarán su implementación, y el primero de ellos es, y cito, el “Principio de soberanía permanente de los Estados sobre sus recursos naturales”. Es decir, el acuerdo dice explícita e inequívocamente exactamente lo contrario a lo que le atribuye el pronunciamiento de la Confiep.
Sobre el riesgo de quedar expuestos a “los marcos normativos internacionales” habría que hacer tres aclaraciones. La primera es que, nuevamente, el Acuerdo de Escazú dice explícitamente lo contrario. El segundo inciso de su artículo 8 (que establece las condiciones de acceso a la justicia en asuntos ambientales) señala que “cada Parte asegurará, en el marco de su legislación nacional, el acceso a instancias judiciales y administrativas (…)”.
La segunda aclaración nos remite al pasaje siguiente del pronunciamiento de la Confiep, según el cual, tras su ratificación, “el país podría ser acusado ante cortes internacionales o hasta la Corte Internacional de la Haya”. Nuevamente, eso no deriva de la mera ratificación del acuerdo. El segundo inciso del artículo 19 establece que un Estado podrá “indicar por escrito” que, en las controversias que no se hayan resuelto mediante una negociación u otro mecanismo que las partes consideren admisible, “acepta considerar obligatorio (…) el sometimiento de la controversia a la Corte Internacional de Justicia” o a un arbitraje internacional. Es decir, si al ratificar el acuerdo el Estado peruano no indica en forma explícita y por escrito que acepta esas posibilidades, el acuerdo per se no lo obliga a hacerlo.
Según la Confiep, permitir que el Estado peruano sea acusado ante cortes internacionales sería una “hipótesis inadmisible”. La tercera aclaración sería que, décadas antes de que existiera el Acuerdo de Escazú, el Estado peruano ya había aceptado la posibilidad de ser acusado ante cortes internacionales.
Lo hizo al adoptar el Pacto de Bogotá, que obliga a reconocer “respecto a cualquier otro Estado Americano como obligatoria ipso facto (…)” la jurisdicción de la Corte Internacional de la Haya, y al adoptar el Pacto de San José, que nos obliga a aceptar la jurisdicción de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
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