Estados Unidos está viviendo un periodo postelectoral sin precedentes: por primera vez, un presidente estadounidense en ejercicio intenta convencer a la gente de que no debe creer las cifras que demuestran claramente que su rival ganó. Por el contrario, el presidente Donald Trump hace denuncias infundadas de fraude electoral masivo, exige recuentos y pide auditorías. Es todo un esfuerzo por tratar de desacreditar los resultados y, en consecuencia, está poniendo a prueba a la misma democracia del país.
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Es posible que el voluble Trump esté a un tuit de cambiar de opinión, pero no ha sido el caso por el momento. Hasta ahora, la gran mayoría de los correligionarios republicanos de Trump le han permitido realizar su juego mientras el demócrata Joe Biden se prepara para asumir la presidencia en enero.
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El predecesor de Trump en la Casa Blanca, Barack Obama, ha advertido que esto coloca en un “camino peligroso” a Estados Unidos.
Obama —quien invitó a Trump a la Casa Blanca poco después de la elección que éste ganó hace cuatro años y prometió su cooperación en la transferencia del poder— dice que no le sorprende que Trump se niegue a reconocer la derrota ahora, pues dice que es un hombre que “nunca admite perder”.
“Estoy más preocupado por el hecho de que otros funcionarios republicanos, que claramente saben más, estén de acuerdo con esto, lo estén complaciendo de esta manera”, dijo Obama al programa “60 Minutes” de CBS. “Es un paso más para deslegitimar no sólo al gobierno entrante de Biden, sino a la democracia en general. Y ese es un camino peligroso”.
“Los republicanos lo apoyan por miedo”, opinó Eric Dezenhall, un experto en gestión de crisis que trabajó en el departamento de comunicaciones en la Casa Blanca durante el gobierno del presidente Ronald Reagan. “El miedo siempre ha funcionado para Trump. Las rabietas siempre han dado sus frutos”, dijo. En términos más generales, “no quieren enojarlo”.
Estados Unidos ha promovido durante mucho tiempo la presunción de que es el modelo de la mejor democracia a nivel mundial. Ahora, la herramienta más esencial de la democracia, el voto, está siendo atacada.
Hasta ahora la historia de las elecciones presidenciales en Estados Unidos, durante la noche de los comicios, el día después o incluso luego de semanas de indecisión posteriores ha sido una de candidatos que debieron tragarse el mal sabor de la derrota y allanar el camino para el ganador. Las transiciones presidenciales se habían desarrollado automáticamente, como si fueran por memoria muscular. La transferencia pacífica del poder nunca ha sido cuestionada en la memoria viva hasta ahora.
Sin embargo, no todos en el mundo del oficialismo comparten la timidez de los legisladores republicanos cuando se trata de enfrentarse a Trump.
La Agencia de Ciberseguridad y Seguridad de la Infraestructura, que depende del Departamento de Seguridad Nacional y que encabezó las tareas federales de protección electoral, rechazó públicamente un rumor infundado tras otro sobre actos ilícitos en la votación. En un hecho sin precedentes, se sumó a los funcionarios electorales estatales para publicar un comunicado que declaró que las elecciones han sido “las más seguras en la historia de Estados Unidos”.
Al usar la palabra “seguras”, dijeron que no hubo evidencia alguna de que algún sistema de votación eliminara o perdiera votos, manipulara votos “o estuviera comprometido de alguna manera”. Fue un claro repudio a las acusaciones infundadas de Trump.
Los estados tienen hasta el 14 de diciembre para terminar el conteo y certificar los resultados. Ese es también el día en que las delegaciones del Colegio Electoral se reunirán en sus respectivos estados para emitir y contar los votos electorales, con una sesión conjunta del Congreso programada para el 6 de enero para dar el conteo por válido oficialmente y declarar el resultado oficial.
Es un proceso lleno de minucias que los estadounidenses rara vez necesitan comprender, pero que esta vez posiblemente tendrían que hacerlo.
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