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Compararse no es malo en sí mismo. Es natural mirar al costado, aprender, inspirarse. De niños aprendemos imitando. Nos desarrollamos comparándonos.
Pero en algún momento esa comparación sana se convierte en una cárcel.
Empezamos a medir nuestro valor en relación a otros: sus logros, sus cuerpos, sus relaciones, su dinero. Especialmente en esta era de redes sociales donde todos mostramos solo lo mejor.
Vivimos en un escaparate de vidas editadas. Y si no somos cuidadosos, nos convencemos de que no somos suficientes.
El resultado: frustración, ansiedad, inseguridad. Caminamos rutas que no son nuestras. Elegimos sueños prestados.
En KO decimos que todo se entrena. También la autenticidad.
Entrenar la autenticidad implica hacerte preguntas incómodas:
¿Qué quiero realmente?
¿Qué me hace feliz?
¿Qué parte de mi vida está construida para complacer o impresionar a otros?
Ser auténtico no es fácil. Significa a veces decepcionar expectativas. Salir de moldes. Aceptar que tu definición de éxito puede ser muy distinta a la de tu entorno.
Pero la recompensa es enorme: vivir en paz contigo. Sentir orgullo genuino por tu camino.
La comparación tóxica no desaparece sola. Hay que trabajarla. Observándola sin juicio. Recordándote que no conoces el viaje completo de nadie. Que todos tienen sus miedos y batallas.
La próxima vez que sientas envidia o inferioridad al compararte, pregúntate: ¿Qué parte de mí necesita atención? ¿Cómo puedo darme eso hoy?
Porque el objetivo no es ser mejor que otro. Es ser más tú.
Ale.


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