Los fondos económicos utilizados para financiar las campañas electorales siempre han sido un tema de interés en nuestro medio para entendidos y el electorado. No solo por las críticas y comentarios de diferente género, sino porque poco o nada se ha hecho para poner remedio final a un problema que afecta al mismo acto electoral y a la democracia en su totalidad: la presencia de dinero turbio.
Digo que no es novedad hablar de lavado de activos en las condiciones actuales debido a las constantes noticias que existen sobre el particular. Hoy en día, más de un candidato tiene acusaciones, reproches, denuncias e investigaciones fiscales relacionadas con fondos de origen desconocido y otras actividades conexas.
En nuestro país, sin embargo, se ha impuesto la política del avestruz, de los oídos sordos y de hacerse la vista gorda, respecto a la gran cantidad de dinero mal habido que circula en nuestra economía, y que nos imaginamos de una forma u otra podría estar presente en la campaña electoral en curso.
Las críticas van directamente contra el Congreso de la República y las fútiles modificaciones que fueron introducidas –y luego aprobadas por insistencia– a la ley de partidos políticos. Este poder del Estado ha sido inconsecuente cuando se ha tratado en alguna medida de fiscalizar el dinero con que se financian las campañas electorales.
Quienes tienen la obligación moral de legislar y fiscalizar el comportamiento público y ciudadano han sido imperturbables frente a la necesidad imperiosa de incorporar mejoras sustanciales para controlar el lavado de activos en materia electoral y, así, evitar que dinero turbio sea usado para financiar campañas millonarias.
En ese sentido, una modificación sustancial que habría permitido un proceso electoral más transparente en igualdad de condiciones hubiera sido la modificación de la ley en el rubro correspondiente al financiamiento de partidos políticos. De haberse incorporado en cada partido a un oficial de cumplimiento en materia de prevención del lavado de activos, con similares responsabilidades y prerrogativas como las que se obligan a distintas instituciones públicas y privadas, se hubiese avanzado en este aspecto.
Hablamos de la designación de un representante al más alto nivel, cuya labor sea analizar y reportar directamente a la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF) todas aquellas donaciones, aportes o contribuciones que mueven a sospecha por provenir de fuentes económicas oscuras y poco transparentes. Esto, en particular, convertiría a cada partido político en un “sujeto”, obligado a reportar, en igualdad de condiciones, tal como lo hacen los bancos, notarios, agentes inmobiliarios, empresas mineras, agentes de bolsa, centrales de riesgo, registros públicos, Sunat, etc.
Lo sugestivo de esta iniciativa es que una omisión dolosa de parte de un oficial de cumplimiento por no haber reportado oportunamente una donación sospechosa no solo significaría que la persona cometió un delito grave –denominado en nuestra legislación penal como de omisión de reporte–, sino que involucraría directamente a los órganos del partido de quien depende, como la secretaría ejecutiva, el pleno directorio, los socios fundadores, y a los propios candidatos que son los que en última instancia los representan.