Hacia el año 2000 acudí a un congreso de historia que reunió a cientos de ponentes de todas partes del mundo, en el que a los organizadores se les ocurrió hacer una encuesta acerca de cuál había sido la innovación técnica más importante en la historia económica del segundo milenio después de Cristo, que por entonces llegaba a su fin. En dicho milenio, los avances de la en los campos de la navegación, las comunicaciones o el tratamiento de los metales (por solo mencionar algunos) han sido tantos y de tanto impacto, que era realmente difícil dar con la respuesta “atinada”, y debo confesar que la ganadora me dejó turulato.

Sesgado por mi afición a la lectura y la periodización de la , opté por una respuesta clásica: la imprenta de Gutenberg, que desde el siglo XV permitió la producción masiva de libros, aunque dudé entre alternativas como la máquina de vapor, introducida en el siglo XVIII, u otras, ocurridas en el XIX, como el telégrafo, el automotor o el procedimiento Bessemer para la fundición del acero. Pero la respuesta ganadora fue el contenedor.

El contenedor es una caja de metal de grandes dimensiones, equivalentes a la caja de carga de un camión o de un vagón de tren. Dotado de ganchos que le permiten ser izado por grúas y asegurado a la plataforma del vehículo que lo transporte, y con suficiente solidez como para ser apilado sobre las plataformas de los barcos, estas cajas de metal comenzaron a ser construidas en los años 50 del siglo pasado en diferentes dimensiones, hasta que en las décadas siguientes se impuso la ventaja de la estandarización, adoptándose solamente dos tamaños: 20 pies o 40 pies de longitud. Ambos con medidas de ocho pies para el ancho y la altura.

La adopción del contenedor para el transporte marítimo, que es el que mueve la mayor parte del comercio mundial, revolucionó la economía, al reducir significativamente el costo de los traslados. Históricamente, en la economía del transporte, los rubros más costosos habían sido, no la conducción de la carga por cientos o miles de kilómetros, sino la estiba y la desestiba. Es decir, el acomodo de la carga sobre el vehículo y, una vez llegado al destino, la correspondiente descarga. Dada la variedad de los productos a ser movilizados y los utilizados, este trabajo era básicamente manual y demandaba muchos insumos conexos: sogas, envolturas de todo tipo, sustancias selladoras, etc.

La innovación que trajo el ‘container’ fue que ya no se necesitó inmovilizar al vehículo durante las operaciones de estiba y desestiba. Anteriormente, la carga y la descarga de un barco tomaba días enteros y hasta semanas, durante los que la tripulación debía ser alimentada, y el barco, pagar su estacionamiento. Se requerían depósitos para almacenar la mercadería y vigilantes para evitar los robos. El trabajo de los estibadores era agotador, por lo que estos solían jubilarse a temprana edad.

Los puertos modernos, como el de , a ser inaugurado en noviembre próximo, han sido construidos bajo la tecnología del contenedor. Desde su fundación, en 1537, el primer puerto peruano fue el , que hasta el siglo XIX fue solamente una bahía de mar tranquilo, en el que los barcos podían anclar a poca distancia de la orilla. La carga debía ser trasladada a botes que, impulsados por recios remeros, llegaban a la playa, desde donde los estibadores trasladaban sobre sus hombros a costales y pasajeros. Recién en la segunda mitad del siglo XIX se le dotó de una dársena y muelles que permitieron a los barcos acoderar, de modo que la carga pudiese bajar a tierra de forma más segura.

La historia del transporte es apasionante y en el de nuestros días está a punto de abrir un nuevo capítulo.

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Carlos Contreras Carranza es Historiador y profesor de la PUCP