El 28 de julio de 1821, el general San Martín proclamó la del en la Plaza de Armas de Lima. Las jornadas de Junín y Ayacucho la sellaron militarmente tres años después, dando inicio a una nueva era en la historia de los habitantes de esta porción andina sobre el océano Pacífico: la de la independencia.

Independencia’ es una palabra bonita que, a lo largo de la historia, ha fascinado a los hombres. No cabe duda de que, en el campo de la política y la cultura, mejor es ser independiente que lo contrario. En el de la , sin embargo, las cosas resultan más complicadas.

¿Qué sucede en esa arena cuando una provincia se aparta de un imperio o reino mayor? Las consecuencias son tanto positivas como negativas. Entre las primeras se cuentan la libertad para dictar y aplicar las medidas más apropiadas en función del territorio, más pequeño, ahora desgajado. Este no tendrá que someterse a las conveniencias del conjunto imperial, que habitualmente terminan favoreciendo los intereses de su parte más poblada o mejor representada entre quienes tienen la sartén por el mango.

Otras consecuencias positivas serán la posibilidad de hacer comercio y todo tipo de transacciones con el resto del mundo, sin la intermediación (de ordinario, costosa) de la capital o centro político del imperio, así como la extinción, en el caso de tratarse de una provincia más rica que el promedio, de las transferencias fiscales hacia el centro político o las provincias más pobres.

Las consecuencias negativas serán el costo de mantener un gobierno propio, con su aparato de funcionarios, defensa militar y representantes diplomáticos en el resto del mundo, la pérdida de mercados (vender en el resto del imperio será ahora como vender en el extranjero) y, si se trata de una provincia pobre, la desaparición de los subsidios fiscales que antaño aterrizaban. No son moco de pavo. Habría incluso que añadir que los efectos positivos son, sobre todo, posibilidades, que pueden ser bien o mal aprovechadas, mientras que los negativos son, prácticamente, automáticos.

Difícil dilema el que debieron enfrentar nuestros tatarabuelos hace 200 años. Seguramente rabiábamos con medidas que en materia fiscal o comercial tomaban las autoridades de Madrid, pero ¿estábamos convencidos de que, una vez libres, sabríamos elegir las adecuadas?

Si antes exportar azúcar o aguardiente a Chile, el Alto Perú o el Río de la Plata era tan sencillo como masticar pan, ya libres e independientes dichos territorios tendrían sus propias leyes, impuestos y monedas. El mercado se habrá reducido. Claro que ahora podríamos recibir comercio, inversiones e inmigrantes de todo el mundo; sobre todo de Inglaterra, que, tras su victoria sobre Napoleón, se erigía como el faro mundial del progreso. Pero ¿llegaría ese comercio verdaderamente? ¿Preferirían sus inversionistas a nuestro país sobre los otros, también ávidos de recibir capitales, como la tierra árida el agua?

La evaluación que sobre las perspectivas materiales que traía la secesión hicieron los hombres del momento debió hacerse con poca o mala información. Por ejemplo, se pensaba que, si el fisco virreinal recaudaba cinco millones de pesos anuales, solo dos o tres millones eran gastados en el virreinato, sacándose el resto para España. A los primeros ministros de Hacienda del nuevo régimen les tocó descubrir que las finanzas del país eran menos rebosantes, y que habría que bregar mucho (y restaurar el tributo de los indios) para quedar tas con tas.

Por estos rumbos, las consecuencias negativas de la independencia pesaron más que las otras, por factores como nuestra ubicación geográfica, lo prolongado de nuestro proceso y su carácter cruento y polarizado. La independencia debía darse, por ser justa y necesaria. Reconocer que su costo fue elevado (entre 1808 y 1838 el PBI por habitante retrocedió desde 648 hasta 503 dólares GK, según Bruno Seminario) debe ayudarnos a valorarla como a un bien preciado, que debemos aprovechar.




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Carlos Contreras Carranza es Historiador y profesor de la PUCP