El pasado fin de semana terminó la 27a edición de la Feria Internacional del Libro (FIL) de Lima. Como todos los años, la afluencia de público fue masiva. Durante dos semanas y media, autores, editores y lectores nos hemos encontrado, compartido y conversado. Hemos disfrutado de los libros, las firmas y las conferencias. Quizá las ventas fueron menores que en el 2022, un año marcado por el regreso a la presencialidad después de la pandemia, pero aun así ha sido un éxito indudable, en términos económicos, sociales y culturales.
La Feria del Libro de Lima tiene dos características que la hacen diferente de sus similares de otras capitales de América Latina: coincide con el feriado de Fiestas Patrias y se ubica en un emplazamiento que podríamos llamar “neutral”, en una zona de clase media, fácilmente accesible tanto desde los barrios de alto nivel socioeconómico como desde las zonas de nivel socioeconómico bajo.
Estos dos elementos hacen que sea un evento singular. Es mucho más que una feria comercial. Es un lugar de encuentro y un evento familiar. Incluso se puede decir que, para un sector importante de la población limeña que no puede salir de vacaciones, ir a la feria se ha convertido en parte del ritual de Fiestas Patrias. Durante esos días, es frecuente ver a diferentes generaciones de una misma familia, hojeando y comprando libros juntos. Y, lo que es más importante, en muchos casos, se trata de personas no habituadas a comprar libros, que durante estos días hacen su única incursión anual en busca de lecturas novedosas y a buenos precios.
Para muchos limeños, las librerías siguen siendo lugares intimidantes y alejados de sus vidas. En su mayoría, se sitúan en barrios de clase alta y están revestidas de un aura de reverencia, que hace que no todos se sientan cómodos en ellas. Esta es una más de las múltiples fracturas, en las que se mezclan clase social, nivel educativo y características étnico-culturales, que marcan nuestra vida cotidiana. Ojalá no existieran, pero existen.
Por su ubicación y características, en la FIL estos recelos se amortiguan. Es uno de los pocos espacios de encuentro cultural multiclasista con los que cuenta nuestra capital. Es cierto que no suelen acudir a ella los limeños de los dos extremos de la escala social, ni los más acomodados ni los de menores recursos. Pero durante los 17 días que dura es posible ver recorriendo las estanterías de los múltiples stands de la feria a familias de los sectores B, C y D, que juntos suman casi el 80% de la población de Lima.
Este logro se vincula con el momento del año y el lugar donde la FIL se realiza. Si la feria del libro se llevara a cabo en otra fecha o en otro emplazamiento, sus características serían otras. Seguramente continuaría siendo un éxito comercial, pero perdería su carácter interclasista y familiar, y no tendría la condición de ritual compartido que tiene en la actualidad. De ahí la preocupación que ha causado en todos quienes trabajamos en el mundo editorial el anuncio del alcalde de Jesús María, Jesús Gálvez, de no volver a ceder el próximo año el Parque de los Próceres para la celebración de la feria.
Se trata de una decisión difícil de entender. La Feria Internacional del Libro es quizás el evento cultural más importante que se celebra en Jesús María. Genera movimiento económico y prestigio, y además aprovecha un espacio que la mayor parte del año está infrautilizado. El Parque de los Próceres suele estar cerrado y solo tiene actividad en unas pocas fechas señaladas. Mientras en otras ciudades las autoridades compiten por atraer ferias de libros de la magnitud de la FIL, nuestros alcaldes parecen considerar a la cultura como algo nocivo, que hay que evitar y alejar de sus parques.
Queda un año para la próxima FIL. Es tiempo suficiente para recapacitar. Ojalá el éxito de esta nueva edición contribuya a que el señor Gálvez cambie de opinión y el próximo julio podamos nuevamente encontrarnos, para compartir una vez más las Fiestas Patrias entre conferencias, presentaciones, firmas y libros.