Pronostico que mi hija de 17 años se convertirá en médico. Lo sabe todo sobre el microbioma intestinal, la dopamina y las hernias discales. No mira hacia otro lado cuando otros podrían hacerlo –como cuando mi madre me envió inesperadamente unas fotos de un quiste que le habían extirpado, empozado en un vaso ensangrentado–. “Eso es exactamente lo que yo haría”, afirmó mi hija. “Hay que enseñárselo a la gente”.
No me molesta mirar esas cosas, pero me habría gustado recibir una pequeña advertencia. Aunque aquí no ofrezco ninguna, salvo para decir que en un mundo alternativo –uno sin acceso al aborto– esa conversación con mi hija nunca habría ocurrido. De hecho, mi familia y yo no habríamos tenido ninguna vida en común. La pérdida de ‘Roe vs. Wade’ [el fallo que en 1973 consagró el derecho al aborto en Estados Unidos] es colectiva, pero esta historia es mía. Les pido que no miren hacia otro lado.
En 1982, cuando tenía 10 años, un chico de 14 abusó de mí. Se suponía que nos cuidaba a mí y a mis hermanas menores. Después de que ellas se fueron a dormir, nos sentamos en el sofá a ver una serie. Empezó a acariciar mi brazo. Luego mi cuello. Luego me quitó la camisa y los pantalones. Luego su ropa. Se acostó encima de mí y tuvo relaciones sexuales conmigo. Yo tenía una vaga idea de lo que estaba pasando.
En realidad, no sabía lo mal que estaba la situación del ‘niñero’. Me sentía halagada por la atención, pero también confundida. ¿Por qué yo? ¿Qué significa esto? ¿Era mi novio? ¿Por qué teníamos que mantenerlo en secreto?
Siguió abusando de mí durante más de un año. No siempre he utilizado la palabra “abusar”, ya que sentía demasiada culpa y complicidad. Todavía soy propensa a sentir ambas cosas. No estoy segura de si eso es propio del abuso o si es mi personalidad, o las dos.
Cuando tenía 11 años, me embarazó. Utilizo este verbo activo, conmigo como objeto directo, intencionadamente. Mi madre, que estaba preocupada porque algo parecía ir mal, se dio cuenta. “¿Estás embarazada?”, me preguntó. Asentí con la cabeza. ¿Cómo lo sabía ella? Yo apenas lo sabía.
En 1983, el aborto era legal en todo Estados Unidos. No me sentí afortunada por haber abortado. Me sentía como una basura. Él no tenía que ir a la clínica. Él no fue rechazado y censurado por nuestra comunidad. La mayoría de la gente ni siquiera sabía lo que había hecho, aunque parecían saber que me había pasado algo malo, o que yo había hecho algo malo. Solo mi madre y yo sufrimos la vergüenza de entrar en ese edificio especial para ese procedimiento especial. Al final, me salté un año de escuela.
En muchas partes del mundo, incluido los Estados Unidos, los hombres adultos se casan con niñas, a veces legalmente y otras no. Estas niñas a veces son obligadas a dar a luz. Pero su pelvis puede ser demasiado pequeña para que el feto pase durante el parto. El feto puede morir. La niña puede sufrir una fístula, donde la presión durante el parto prolongado crea una conexión entre la vejiga o el recto y la vagina. Los desechos corporales pueden entonces gotear a través de la vagina.
A algunos partidarios del derecho al aborto les preocupa que dedicar demasiada energía a las historias de niñas que necesitan abortar podría desviar la lucha de una batalla más amplia por los derechos de las mujeres. Pero les cuento todo esto –aunque me duela escribirlo– porque el mundo cambió el 24 de junio del 2022 [cuando la Corte Suprema de Estados Unidos revocó ‘Roe vs. Wade’]. Ese día comprendí la magnitud de lo que estábamos perdiendo.
El embarazo y el parto cambian las trayectorias vitales. Ahora, para muchas más estadounidenses, sus trayectorias están fijadas. Este futuro es previsible. Les pido que lo vean.
–Glosado, traducido y editado–
© The New York Times