El libreto ya lo hemos vivido antes. Gente protestando en diversas localidades, inconformes con la situación política del país, con sus actores y la forma en que se interrelacionan las instituciones. Una vez más, sin embargo, se repiten las tragedias de siempre: a la fecha ya hay más de 20 personas fallecidas. ¿Por qué? ¿Qué falla una y otra vez?
Estamos en un conflicto social. Este diagnóstico, si bien obvio, es necesario en una coyuntura tan polarizada. Esto que vivimos hoy, con fallecidos, con atentados contra la propiedad pública y privada, con y con episodios de violencia es un conflicto social de alcance nacional. Pero sería un error equiparar el conflicto social con la violencia. El primero trasciende al segundo y es por eso que la supresión de las actitudes violentas no significa la solución real del conflicto. Este conflicto existe, latente, desde antes de la vacancia de Pedro Castillo, y va a persistir después de que cesen los excesos y agresiones. De ahí que sea poco serio sostener que esta situación se solucionará sacando al Ejército o aumentando la severidad de la respuesta policial. En el mejor de los casos, lo único que se logrará será postergar la situación de crisis y violencia.
Tenemos, entonces, que enfocarnos también en lo que no se ve. La violencia nos puede llenar los ojos, pero lo cierto es que hay un grupo considerable de personas que protestan de manera pacífica. El tratamiento de este conflicto social, precisamente, empieza con la identificación. Identificar a los grupos de personas que protestan, determinar a qué sectores de la población representan y quiénes son los líderes de esos grupos. La identificación también permite evitar incomprensibles generalizaciones, como sostener que todos los que protestan son terroristas o están siendo manipulados.
Sobre esa base, puede haber reconocimiento. Reconocimiento en el sentido de reconocer al otro y sus intereses. Una respuesta consistente solo en represión y fuerza contra los protestantes no es reconocerlos; es rechazarlos. Es la peor decisión posible considerando que una mayoría percibe, desde hace tiempo, la total desatención del Estado. De ahí que el diálogo sea necesario. La violencia, por cierto, no impide que se pueda dialogar y negociar. Es un error descartar negociar con organizaciones que protestan de forma adecuada y no violenta solo porque a la vez haya despliegues de violencia ajenos a tales organizaciones.
Ahora bien, quienes protestan tienen múltiples reclamos y no todos son atendibles (por ejemplo, el retorno de Castillo a la presidencia). Sin embargo, esos reclamos conforman las posiciones de los manifestantes y detrás de las posiciones subyacen los intereses. Desde una limitada cosmovisión limeña, es difícil –y hasta torpe– atreverse a decir exactamente qué intereses tienen ciudadanos con un bagaje histórico, social y cultural distinto al nuestro. Sin embargo, a la luz de la información existente y encuestas recientes, parece sólido considerar que la clave está en la representación. El ciudadano de diversas partes del país no se ve representado. De ahí el hartazgo contra quienes ejercen la función legislativa. La solución real, sin embargo, trasciende el hecho de celebrar nuevas elecciones. Esta involucra una evaluación seria sobre el centralismo fáctico y normativo de nuestro Estado, la pertinencia de dar mayor autoridad a los gobiernos regionales y la búsqueda de que la realidad social peruana, pluricultural y compleja, se vea adecuadamente representada en los órganos de representación del Estado. Solo abriendo espacios de discusión para estos aspectos –entre otros– podremos dar una solución verdadera al conflicto.
¿Qué viene después? Todo depende del camino que tomemos. El actual Ejecutivo recoge un problema que viene creciendo y creciendo. Tratar el conflicto adecuadamente puede significar la estabilidad del Gobierno y la paz social que necesitamos. Por el contrario, abordarlo de manera incorrecta, limitarnos a apagar el fuego hoy, nos puede llevar al caos social en un futuro no muy lejano. Si seguimos equivocándonos, la siguiente explosión podría poner en riesgo no solo la legitimidad del Gobierno, sino la del propio Estado.