Reportajes en la televisión y han puesto sobre el tapete el problema de las falsas autorías en los artículos científicos y la aparición de un mercado negro alrededor de las publicaciones en revistas indizadas y las tesis universitarias. Pagando algunos cientos o miles de dólares, uno puede figurar como coautor de un artículo publicado en una revista científica u obtener el grado académico que permita ascender en la carrera hasta las posiciones más altas.

Esta anomalía ha proliferado a escala mundial y ha concitado voces de alarma en diversos países. Son varios los problemas que conlleva: genera reconocimientos indebidos en las carreras de los docentes universitarios que desalientan a quienes verdaderamente hacen investigación y ayudan al avance del conocimiento; conduce al desvío o la pérdida de recursos públicos cuando falsos autores reciben subvenciones o bonos por artículos publicados; y llevan a una inflación descontrolada de una producción supuestamente científica, en la medida en que formalmente cumple con una serie de pautas metodológicas, pero que resulta finalmente repetitiva o insustancial.

Por ejemplo, entre los años 2011 y 2021, el Concytec, que es la institución del Estado Peruano encargada de la promoción científica, registró un impresionante crecimiento en el número de artículos publicados por los científicos peruanos en las revistas indexadas en Scopus: de 1.313 a 7.420; es decir, se multiplicó más de cinco veces. El aumento ocurrió sobre todo en las ramas de la medicina y las ciencias de la salud, seguido de las ciencias sociales y las disciplinas agrícolas y biológicas. ¿Reflejó este crecimiento un aumento real de la investigación científica en el país o se trata, más bien, de un efecto creado por la selección de una forma de medición? Parecería más bien lo segundo.

En los reportajes mencionados, así como en el comunicado que recientemente emitió el Concytec, se critica a los profesionales que incurren en la práctica de comprar autorías y se condena a las redes de personas que las venden, pero esperan que el problema se resuelva apelando a la ética de los investigadores y a un mejor control de las propias universidades, cuando son estas las que han creado el problema al seleccionar, calificar y remunerar a sus profesores según el número de sus Scopus. Una conducta a la que son empujadas, a su vez, por un sistema mundial de medición de su calidad basada en el mismo indicador.

El problema de fondo son, pues, los incentivos creados para la proliferación de publicaciones científicas, cuya utilidad y posibilidad de difusión entre la población son casi inexistentes, y los defectos de su reglamentación. Por ejemplo, so pretexto de favorecer el trabajo en equipo, si un artículo es suscrito por seis autores, cada uno reciba el puntaje completo; es decir, el mismo que si lo hubiera escrito en solitario. Si tengo un artículo por publicar, es un desperdicio aparecer como autor yo solo. ¿Por qué no invitar a algún colega amigo para que lo suscriba conmigo?

Desde hace algún tiempo, las universidades e instituciones rectoras de la investigación científica decidieron trasladar a las revistas indizadas la tarea de la evaluación de la calidad de la producción científica de sus profesores y graduandos. En principio, no parecía una mala idea. En el pasado, los científicos eran escasos y su valía, si la tenían, era pública y notoria. Los docentes universitarios eran escogidos y promovidos siguiendo las reglas feudales del parentesco, el compadrazgo y el vasallaje. El conocimiento se difundía mediante libros, cuya publicación no siempre descansaba en la originalidad y rigurosidad de la investigación, sino en la afinidad ideológica o la amistad con las personas que manejaban la editorial. En un nuevo contexto, en el que el número de científicos se multiplicó, reemplazar este régimen por uno en el que la selección y medición de los capaces fuese impersonal y automática pareció un paso adelante.

Las revistas se abrían a recibir colaboraciones de todo el mundo, desplegando un sistema de evaluación anónimo a cargo de personal calificado, seleccionando las de mejor calidad. Parecían garantizar un arbitraje riguroso y sin la parcialidad que supone que la producción de un investigador sea examinada por colegas con los que convive y ha pasado por alianzas y contiendas. La suposición de fondo era que las revistas de los lugares más prestigiosos, por reunir a expertos cosmopolitas, carecían de sesgos nacionales, ideológicos, metodológicos o culturales. Actuaban como guardianes de un modelo científico universal, de modo que lo que les parecía malo o bueno, útil o estéril, debía serlo en cualquier lugar del mundo. Pero esta concepción de la ciencia parece hoy discutible.

En las ciencias sociales es conocida la regla de que la elección de una forma de medición cambia la conducta de las personas a ser examinadas, puesto que estas convierten en objetivo el instrumento de la medición, invalidándolo para ello después de un tiempo. Tal vez ha llegado la hora de que las universidades y los organismos de fomento de la investigación busquen una mejor manera de apreciar la calidad de la investigación científica; probablemente, una en la que el juicio cualitativo recupere un sitial protagónico.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Carlos Contreras Carranza es historiador y profesor de la PUCP

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